Elaborado para conocer las distintas teorías de la economía normativa y de la economía positiva
EJEMPLO DE LIDERAZGO
jueves, 23 de octubre de 2014
China vs EE.UU.: 24 datos reveladores
martes, 21 de octubre de 2014
Los liberales y el Estado
por Juan Ramón Rallo
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
La relación entre el Estado y los liberales es una relación inevitablemente complicada. El objetivo del liberalismo es reducir el Estado a su mínima expresión, ya sea por motivos éticos o consecuencialistas. Muchos liberales, de hecho, llegan a equiparar impuesto y robo, con lo que aparentemente también equiparan gasto público con disposición del atraco.
A raíz de mi colaboración en el programa "La Mañana de TVE"*, se ha suscitado una comprensible polémica sobre si los liberales pueden participar del gasto público toda vez que denuncian su coactivo origen. Se trata de un debate recurrente que resulta extensible a muchos otros campos: ¿Puede un liberal que quiere privatizar la educación ser profesor de una universidad pública? ¿Puede un liberal que quiere privatizar Renfe hacer uso del AVE (tren de alta velocidad)? ¿Puede un liberal que quiere privatizar la sanidad hacer uso de la sanidad estatal?, etc. Es decir, ¿puede un liberal recibir directa o indirectamente alguna renta (monetaria o en especie) que proceda de la coacción estatal que él mismo denuncia? En este artículo voy a tratar de desarrollar la cuestión.
¿Puede un liberal colaborar con un organismo estatal?
¿Cuáles son los problemas para un liberal de un organismo estatal? Básicamente tres: su cometido (espionaje, represión, adoctrinamiento antiliberal…), su financiación (impuestos) y sus privilegios regulatorios en perjuicio de terceros (por ejemplo, ese organismo opera gracias a una restricción legal de la competencia). Los problemas son esos tres y no otros: si el Estado promoviera la creación de un organismo financiado voluntariamente, sin privilegios regulatorios y con un cometido lícito, los liberales no criticarían su existencia (de hecho, eso es una empresa o fundación privada).
¿En qué sentido, pues, resulta incoherente que un liberal se relacione con un organismo público? Por su cometido, el liberal sería incoherente si ejecutara acciones antiliberales: por ejemplo, un liberal no puede coherentemente formar parte de un servicio de espionaje estatal; por su financiación, un liberal podría ser incoherente si se lucrara desproporcionadamente de ese organismo público (luego trataremos con más detalle la cuestión); por sus privilegios regulatorios, un liberal podrá ser incoherente usara esos privilegios para obtener ciertas prebendas de las que no gozaría en ausencia de Estado. Tomemos el caso de colaborar con medios de comunicación estatales o con las universidades públicas.
Por su objeto: ¿el cometido de estos organismos es antiliberal? Informar y educar no es antiliberal. Informar y educar contra el liberalismo es lícito en una sociedad libre pero, evidentemente, sí es antiliberal. Por tanto, mientras el liberal no adopte una postura antiliberal en los medios y en la universidad pública no hay ninguna incoherencia en este campo por el hecho de mezclarse con ellos. O dicho de otra manera: lo incoherente no es que un liberal participe en una televisión o una universidad pública que desea cerrar o privatizar, sino que, justamente por participar en ellas, deje de defender su cierre o participación (o que adopte discursos antiliberales para participar en ellas).
Por su financiación: al relacionarse con ellos, ¿el liberal se lucra desproporcionadamente? Para ello determinarlo podemos emplear dos criterios que más adelante desarrollaremos: uno al que llamaría “criterio fuerte” (que el liberal no obtenga cobros del Estado, en metálico o en especie, superiores a los impuestos que abona) y otro al que llamaría “criterio débil” (que el liberal no perciba por sus servicios remuneraciones ampliamente por encima de las que se logran en el mercado por servicios asimilables).
Por sus privilegios: ¿el liberal se aprovecha de algún privilegio regulatorio que detenten universidades y televisiones públicas? En España no están prohibidas ni las televisiones ni las universidades privadas. Tampoco las televisiones o universidades públicas se han constituido para uso exclusivo de los liberales. Por tanto, por participar en ellas no se hace uso de ningún privilegio: la presencia no-liberal en ambas es infinitamente superior a la liberal, lo que prueba que el liberal no se aprovecha de ningún trato de favor del Estado.
Por consiguiente, bajo estas condiciones y siempre que el liberal siga defendiendo la supresión de ese organismo público, no debería observarse ninguna profunda incoherencia en que un liberal colabore con él. Pero, sin ninguna duda, que un liberal cobre del Estado resulta un asunto harto espinoso. Si los impuestos son dinero robado, ¿no está el liberal tomando parte del botín cuando cobra del Estado? ¿Puede un liberal lucrarse del sector público?
El criterio fuerte: el saldo fiscal con el Estado
Lo primero de todo es aclarar a qué nos referimos cuando se dice que un liberal se lucra del sector público (o incluso que “vive del” Estado). Todo ciudadano, también los liberales, paga una determinada suma de dinero de impuestos y recibe unos determinados servicios del Estado: la diferencia entre ambas magnitudes es su saldo o balanza fiscal individual. Así, si su balanza fiscal es negativa (el valor de todos los impuestos pagados supera el valor de todos los servicios estatales recibidos), ¿puede decirse que ese ciudadano se lucre del Estado? Evidentemente no: ese ciudadano no sería un beneficiario neto de su relación con el Estado sino un perjudicado neto.
La cuestión, entonces, pasa a ser: sin perjuicio de sus principios liberales (ejecutar acciones antiliberales o aprovecharse de privilegios estatales), ¿puede un liberal tratar de reducir su saldo fiscal negativo con el Estado cobrando rentas monetarias o en especie del Estado? Muchos se escandalizan con semejante pregunta, por cuanto optan por observar sólo un lado de la relación liberal-Estado (en concreto, el de los cobros que el liberal recibe del Estado), obviando por entero el otro lado (el de los pagos que el liberal efectúa al Estado). A mi entender, los siguientes cuatro casos son perfectamente asimilables:
1º Supongamos que el Estado aprueba una nueva deducción en el IRPF (Impuesto sobre la Renta Personal Fija) por cada hijo que tenga el declarante. Si un ciudadano se acoge a ella, ¿podríamos decir que no paga impuestos o que incluso vive del Estado? No, diríamos que paga menos impuestos y que el Estado le quita un menor porcentaje de su renta.
2º Supongamos que el Estado le arrebata mensualmente a un liberal un 40% de su salario y, a cambio de ello, el ciudadano puede optar dentro de 35 años por cobrar una pensión pagada por el Estado que no llega a cubrir la totalidad de todo lo que se le quitó. Remarco que el ciudadano tiene la opción (pero no la obligación) de percibirla. Si finalmente escoge cobrarla, ¿podríamos decir que ese ciudadano está viviendo del Estado o que sólo está recuperando lo que previamente le arrebataron? Más bien la segunda opción.
3º Supongamos que una familia paga 60.000 euros anuales en impuestos y que sus hijos consiguen una beca estatal de 3.000 euros. ¿Diríamos que esa familia se lucra del Estado? En realidad, está recuperando un 5% de los impuestos que ha abonado. Desde luego, mucha gente puede pensar que esos 3.000 euros que recupera no proceden de los 60.000 euros que previamente les han arrebatado, sino de los impuestos abonados por otros ciudadanos. Pero el dinero es un bien fungible, es decir, un bien no identificable por su individualidad: una vez pagados los impuestos, es imposible conocer qué saldos concretos de la administración pública pertenecen a qué ciudadanos. Lo único que podemos saber es cuántos impuestos le ha pagado cada uno al Estado: y, en este sentido, ser receptor de gasto público es una forma equivalente a las deducciones fiscales de reducir la carga tributaria (siempre, insisto, que se paguen más impuestos del gasto público percibido).
4º Una buena analogía con lo anterior es plantearse qué sucede en la más celebérrima de las formas de presunta explotación: la explotación del capital sobre el trabajo denunciada por Marx. Según el alemán, el capitalista explota al trabajador cuando no le remunera plenamente su jornada laboral: es decir, cuando el precio de venta de las mercancías que han producido los trabajadores superan los salarios abonados a los trabajadores que directa o indirectamente las han fabricado. ¿Deberíamos decir en tal caso que el trabajador “vive del capitalista” por percibir un salario? No creo que ningún marxista concluyera tal cosa: desde su óptica, el salario es sólo aquella parte de la producción del trabajador que retiene el trabajador (que no le arrebata el capitalista). Si el trabajador logra una subida salarial, ¿significa que está incrementando su tasa de explotación sobre el capitalista? No, según Marx la estaría reduciendo. Si un liberal denuncia los impuestos como una forma de explotación, ¿acogerse a más deducciones o percibir gasto público es una forma de explotar a los demás o de reducir la explotación propia?
En definitiva, no veo incoherencia alguna en que un liberal cobre del Estado menos de lo que paga al Estado: ese debería ser un criterio fuerte de que no se está lucrando del Estado. En caso contrario, estaríamos equiparando coherencia liberal con maximizar los impuestos pagados al Estado: algo que no parece demasiado coherente (ni inteligente) desde un punto de vista liberal.
Dado que mi relación con el Estado es marcadamente deficitaria para mí y dado que sigo defendiendo el cierre/privatización de todos los organismos públicos con los que he colaborado, podría detenerme aquí si mi propósito fuera tratar mi caso personal. Pero como quiero reflexionar de manera general sobre el asunto, demos un paso más allá: ¿pueden los liberales coherentemente recibir más gasto público de los impuestos que abonan? ¿Se están lucrando del sector público en tal caso? El caso paradigmático sería el del liberal que se convierte en funcionario y sólo en funcionario (su única fuente de renta son los salarios públicos que proceden de los impuestos ajenos). Aquí es cuando habría que utilizar el criterio débil.
El criterio débil: el precio de mercado
Entiendo perfectamente que ésta es la zona más gris dentro de la posible incoherencia de un liberal: si los impuestos son un robo, recibir transferencias netas del resto de contribuyentes debería ser equivalente a robarles. Me parece una postura perfectamente defendible dentro del liberalismo, pero me gustaría complementarla con otra en principio igualmente válida.
Los impuestos no se perciben como coactivos por parte de todos los ciudadanos. Ni siquiera, por desgracia, por un gran número de ellos. La mayoría de las personas paga gustosamente impuestos al Estado a cambio de que éste le preste ciertos servicios. Si los impuestos son objetivamente coactivos no es porque nadie los pague de manera voluntaria, sino porque algunos —por ejemplo, los liberales— preferiríamos no pagarlos a cambio de, por supuesto, no recibir servicios estatales. Sin embargo, los liberales no disfrutamos de esta opción: hemos de pagarlos obligatoriamente.
En este sentido, el mensaje liberal es doble: ante todo, los liberales reclaman el derecho de que cualquier ciudadano puedan individualmente desprenderse o separarse del Estado (o de la mayor parte de los servicios que hoy presta). Por añadidura, los liberales también proclaman que la inmensa mayoría de ciudadanos, sin ser consciente de ello, sale perjudicada con el Estado. Pero, en general, la inmensa mayoría de la sociedad acepta el statu quo (por eso el statu quo puede mantenerse): es decir, acepta que el Estado goza de autoridad política para cobrarles impuestos y gastar esos impuestos.
En este sentido, un liberal que trabaje exclusivamente para el Estado percibe un salario que para la gran mayoría de la población no es ilegítimo: un salario que la gran mayoría de la población entiende como una parte de los servicios que acepta que el Estado le preste. ¿Puede decirse que el liberal coaccione a esa mayoría de la población que legitima al Estado y a su sistema tributario? No: el liberal podrá pensar que esas personas se están equivocando al legitimar el Estado, e intentará convencerlas de lo contrario, pero sobre esas personas no estará ejerciendo coacción alguna por cobrar una parte de sus impuestos.
Justamente, a quien podría entenderse que está “robando” o “coaccionando” el liberal que cobra netamente del Estado es a los liberales que contribuyen netamente con el Estado: es decir, a todos aquellos que querrían pagar menos impuestos a cambio de recibir menos servicios del Estado. Pero en muchos casos esos mismos liberales que son contribuyentes netos aceptarán que parte de sus impuestos vaya a parar a la contratación de un liberal siempre que ese liberal utilice su posición para promover las ideas liberales, para reducir el nivel de coacción del Estado o para bajar impuestos (sobre todo, si la alternativa a su contratación no es bajar los impuestos, sino gastarlos en otras actividades). Por supuesto, no todos los liberales verán con buenos ojos que el Estado use sus impuestos en contratar a un liberal, pero no olvidemos que los liberales contratados por el Estado también pagan impuestos y que la mordida tributaria que sufren sobre sus remuneraciones bien podría compensar con creces la porción de impuestos pagados por los liberales descontentos que integraban su salario (sobre todo, cuando el porcentaje de “liberales descontentos” sobre el conjunto de la población es tan reducido).
Por consiguiente, mientras la inmensa mayoría de la población acepte la legitimidad del Estado y del pago de impuestos; mientras muchos liberales acepten que sus impuestos se destinen a sufragar gastos que contribuyan marginalmente a reducir el peso del Estado; y mientras los liberales contratados por la Administración paguen cuantiosos impuestos, resulta bastante discutible que, incluso cuando la única fuente de renta de un liberal sea su empleo público, éste esté recibiendo netamente transferencias coactivas del resto de ciudadanos.
Eso no significa, por sí solo, que el liberal no se esté lucrando del sector público. Si los ciudadanos aceptaran por desconocimiento o por mero "Síndrome de Estocolmo" que el Estado preste un servicio pagando precios absolutamente descabellados a sus proveedores, entonces sí podría decirse que esos proveedores están capturando rentas y aprovechándose de los ciudadanos. Y si el liberal fuera uno de ellos evidentemente también. Para conocer si los precios que paga el Estado por la provisión de sus servicios son “absolutamente descabellados” o no, habrá que atender a los precios de mercado de servicios análogos: si la diferencia entre uno y otro no es muy grande y si el servicio público es uno que convalidan buena parte de los ciudadanos (y no una canonjía creada ad hoc para el liberal), entonces difícilmente podrá hablarse de lucro. Omitir este criterio débil de determinación del lucro debería llevarnos a considerar que un profesor universitario de la pública que cobre la mitad del salario mínimo por hora y que no obtenga ninguna renta del sector privado se estaría “lucrando” del Estado, cuando obviamente no parece ser el caso.
Bajo este segundo criterio débil, pues, los liberales que prestaran servicios no antiliberales a través del Estado no se estarían lucrando, lo cual no significa que el mantenimiento de su puesto de trabajo dentro del sector público esté justificado: tan sólo que no hay un aprovechamiento personal del Estado en contra de sus principios.
Conclusión
Los liberales que presten servicios a través del Estado que no tengan un contenido antiliberal, sin usar los privilegios regulatorios en perjuicio de terceros y sin percibir más rentas del Estado de las que pagan al Estado no parece que puedan ser calificados de incoherentes. Los liberales que, en cambio, cobren más del Estado de lo que pagan se hallan en una situación más cuestionable, pero en tanto en cuanto presten servicios justificados por la mayoría de los contribuyentes y no perciban rentas absurdamente por encima de las que podría estar logrando en el mercado por actividades análogas, tampoco cabría entender que son incoherentes.
En suma: lo que el liberal jamás puede hacer es promover el crecimiento del Estado u obstaculizar la reducción del mismo en beneficio propio. Interactuar con el Estado realmente existente sin dejar de defender su continua reducción parece ser la vara de medir exigible y razonable de su coherencia.
*Este artículo fue publicado días antes de que TVE cediera a la presión del sindicato UGT, presente en el directorio de TVE.
Este artículo fue publicado originalmente en Vozpópuli (España) el 3 de septiembre de 2014.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
La relación entre el Estado y los liberales es una relación inevitablemente complicada. El objetivo del liberalismo es reducir el Estado a su mínima expresión, ya sea por motivos éticos o consecuencialistas. Muchos liberales, de hecho, llegan a equiparar impuesto y robo, con lo que aparentemente también equiparan gasto público con disposición del atraco.
A raíz de mi colaboración en el programa "La Mañana de TVE"*, se ha suscitado una comprensible polémica sobre si los liberales pueden participar del gasto público toda vez que denuncian su coactivo origen. Se trata de un debate recurrente que resulta extensible a muchos otros campos: ¿Puede un liberal que quiere privatizar la educación ser profesor de una universidad pública? ¿Puede un liberal que quiere privatizar Renfe hacer uso del AVE (tren de alta velocidad)? ¿Puede un liberal que quiere privatizar la sanidad hacer uso de la sanidad estatal?, etc. Es decir, ¿puede un liberal recibir directa o indirectamente alguna renta (monetaria o en especie) que proceda de la coacción estatal que él mismo denuncia? En este artículo voy a tratar de desarrollar la cuestión.
¿Puede un liberal colaborar con un organismo estatal?
¿Cuáles son los problemas para un liberal de un organismo estatal? Básicamente tres: su cometido (espionaje, represión, adoctrinamiento antiliberal…), su financiación (impuestos) y sus privilegios regulatorios en perjuicio de terceros (por ejemplo, ese organismo opera gracias a una restricción legal de la competencia). Los problemas son esos tres y no otros: si el Estado promoviera la creación de un organismo financiado voluntariamente, sin privilegios regulatorios y con un cometido lícito, los liberales no criticarían su existencia (de hecho, eso es una empresa o fundación privada).
¿En qué sentido, pues, resulta incoherente que un liberal se relacione con un organismo público? Por su cometido, el liberal sería incoherente si ejecutara acciones antiliberales: por ejemplo, un liberal no puede coherentemente formar parte de un servicio de espionaje estatal; por su financiación, un liberal podría ser incoherente si se lucrara desproporcionadamente de ese organismo público (luego trataremos con más detalle la cuestión); por sus privilegios regulatorios, un liberal podrá ser incoherente usara esos privilegios para obtener ciertas prebendas de las que no gozaría en ausencia de Estado. Tomemos el caso de colaborar con medios de comunicación estatales o con las universidades públicas.
Por su objeto: ¿el cometido de estos organismos es antiliberal? Informar y educar no es antiliberal. Informar y educar contra el liberalismo es lícito en una sociedad libre pero, evidentemente, sí es antiliberal. Por tanto, mientras el liberal no adopte una postura antiliberal en los medios y en la universidad pública no hay ninguna incoherencia en este campo por el hecho de mezclarse con ellos. O dicho de otra manera: lo incoherente no es que un liberal participe en una televisión o una universidad pública que desea cerrar o privatizar, sino que, justamente por participar en ellas, deje de defender su cierre o participación (o que adopte discursos antiliberales para participar en ellas).
Por su financiación: al relacionarse con ellos, ¿el liberal se lucra desproporcionadamente? Para ello determinarlo podemos emplear dos criterios que más adelante desarrollaremos: uno al que llamaría “criterio fuerte” (que el liberal no obtenga cobros del Estado, en metálico o en especie, superiores a los impuestos que abona) y otro al que llamaría “criterio débil” (que el liberal no perciba por sus servicios remuneraciones ampliamente por encima de las que se logran en el mercado por servicios asimilables).
Por sus privilegios: ¿el liberal se aprovecha de algún privilegio regulatorio que detenten universidades y televisiones públicas? En España no están prohibidas ni las televisiones ni las universidades privadas. Tampoco las televisiones o universidades públicas se han constituido para uso exclusivo de los liberales. Por tanto, por participar en ellas no se hace uso de ningún privilegio: la presencia no-liberal en ambas es infinitamente superior a la liberal, lo que prueba que el liberal no se aprovecha de ningún trato de favor del Estado.
Por consiguiente, bajo estas condiciones y siempre que el liberal siga defendiendo la supresión de ese organismo público, no debería observarse ninguna profunda incoherencia en que un liberal colabore con él. Pero, sin ninguna duda, que un liberal cobre del Estado resulta un asunto harto espinoso. Si los impuestos son dinero robado, ¿no está el liberal tomando parte del botín cuando cobra del Estado? ¿Puede un liberal lucrarse del sector público?
El criterio fuerte: el saldo fiscal con el Estado
Lo primero de todo es aclarar a qué nos referimos cuando se dice que un liberal se lucra del sector público (o incluso que “vive del” Estado). Todo ciudadano, también los liberales, paga una determinada suma de dinero de impuestos y recibe unos determinados servicios del Estado: la diferencia entre ambas magnitudes es su saldo o balanza fiscal individual. Así, si su balanza fiscal es negativa (el valor de todos los impuestos pagados supera el valor de todos los servicios estatales recibidos), ¿puede decirse que ese ciudadano se lucre del Estado? Evidentemente no: ese ciudadano no sería un beneficiario neto de su relación con el Estado sino un perjudicado neto.
La cuestión, entonces, pasa a ser: sin perjuicio de sus principios liberales (ejecutar acciones antiliberales o aprovecharse de privilegios estatales), ¿puede un liberal tratar de reducir su saldo fiscal negativo con el Estado cobrando rentas monetarias o en especie del Estado? Muchos se escandalizan con semejante pregunta, por cuanto optan por observar sólo un lado de la relación liberal-Estado (en concreto, el de los cobros que el liberal recibe del Estado), obviando por entero el otro lado (el de los pagos que el liberal efectúa al Estado). A mi entender, los siguientes cuatro casos son perfectamente asimilables:
1º Supongamos que el Estado aprueba una nueva deducción en el IRPF (Impuesto sobre la Renta Personal Fija) por cada hijo que tenga el declarante. Si un ciudadano se acoge a ella, ¿podríamos decir que no paga impuestos o que incluso vive del Estado? No, diríamos que paga menos impuestos y que el Estado le quita un menor porcentaje de su renta.
2º Supongamos que el Estado le arrebata mensualmente a un liberal un 40% de su salario y, a cambio de ello, el ciudadano puede optar dentro de 35 años por cobrar una pensión pagada por el Estado que no llega a cubrir la totalidad de todo lo que se le quitó. Remarco que el ciudadano tiene la opción (pero no la obligación) de percibirla. Si finalmente escoge cobrarla, ¿podríamos decir que ese ciudadano está viviendo del Estado o que sólo está recuperando lo que previamente le arrebataron? Más bien la segunda opción.
3º Supongamos que una familia paga 60.000 euros anuales en impuestos y que sus hijos consiguen una beca estatal de 3.000 euros. ¿Diríamos que esa familia se lucra del Estado? En realidad, está recuperando un 5% de los impuestos que ha abonado. Desde luego, mucha gente puede pensar que esos 3.000 euros que recupera no proceden de los 60.000 euros que previamente les han arrebatado, sino de los impuestos abonados por otros ciudadanos. Pero el dinero es un bien fungible, es decir, un bien no identificable por su individualidad: una vez pagados los impuestos, es imposible conocer qué saldos concretos de la administración pública pertenecen a qué ciudadanos. Lo único que podemos saber es cuántos impuestos le ha pagado cada uno al Estado: y, en este sentido, ser receptor de gasto público es una forma equivalente a las deducciones fiscales de reducir la carga tributaria (siempre, insisto, que se paguen más impuestos del gasto público percibido).
4º Una buena analogía con lo anterior es plantearse qué sucede en la más celebérrima de las formas de presunta explotación: la explotación del capital sobre el trabajo denunciada por Marx. Según el alemán, el capitalista explota al trabajador cuando no le remunera plenamente su jornada laboral: es decir, cuando el precio de venta de las mercancías que han producido los trabajadores superan los salarios abonados a los trabajadores que directa o indirectamente las han fabricado. ¿Deberíamos decir en tal caso que el trabajador “vive del capitalista” por percibir un salario? No creo que ningún marxista concluyera tal cosa: desde su óptica, el salario es sólo aquella parte de la producción del trabajador que retiene el trabajador (que no le arrebata el capitalista). Si el trabajador logra una subida salarial, ¿significa que está incrementando su tasa de explotación sobre el capitalista? No, según Marx la estaría reduciendo. Si un liberal denuncia los impuestos como una forma de explotación, ¿acogerse a más deducciones o percibir gasto público es una forma de explotar a los demás o de reducir la explotación propia?
En definitiva, no veo incoherencia alguna en que un liberal cobre del Estado menos de lo que paga al Estado: ese debería ser un criterio fuerte de que no se está lucrando del Estado. En caso contrario, estaríamos equiparando coherencia liberal con maximizar los impuestos pagados al Estado: algo que no parece demasiado coherente (ni inteligente) desde un punto de vista liberal.
Dado que mi relación con el Estado es marcadamente deficitaria para mí y dado que sigo defendiendo el cierre/privatización de todos los organismos públicos con los que he colaborado, podría detenerme aquí si mi propósito fuera tratar mi caso personal. Pero como quiero reflexionar de manera general sobre el asunto, demos un paso más allá: ¿pueden los liberales coherentemente recibir más gasto público de los impuestos que abonan? ¿Se están lucrando del sector público en tal caso? El caso paradigmático sería el del liberal que se convierte en funcionario y sólo en funcionario (su única fuente de renta son los salarios públicos que proceden de los impuestos ajenos). Aquí es cuando habría que utilizar el criterio débil.
El criterio débil: el precio de mercado
Entiendo perfectamente que ésta es la zona más gris dentro de la posible incoherencia de un liberal: si los impuestos son un robo, recibir transferencias netas del resto de contribuyentes debería ser equivalente a robarles. Me parece una postura perfectamente defendible dentro del liberalismo, pero me gustaría complementarla con otra en principio igualmente válida.
Los impuestos no se perciben como coactivos por parte de todos los ciudadanos. Ni siquiera, por desgracia, por un gran número de ellos. La mayoría de las personas paga gustosamente impuestos al Estado a cambio de que éste le preste ciertos servicios. Si los impuestos son objetivamente coactivos no es porque nadie los pague de manera voluntaria, sino porque algunos —por ejemplo, los liberales— preferiríamos no pagarlos a cambio de, por supuesto, no recibir servicios estatales. Sin embargo, los liberales no disfrutamos de esta opción: hemos de pagarlos obligatoriamente.
En este sentido, el mensaje liberal es doble: ante todo, los liberales reclaman el derecho de que cualquier ciudadano puedan individualmente desprenderse o separarse del Estado (o de la mayor parte de los servicios que hoy presta). Por añadidura, los liberales también proclaman que la inmensa mayoría de ciudadanos, sin ser consciente de ello, sale perjudicada con el Estado. Pero, en general, la inmensa mayoría de la sociedad acepta el statu quo (por eso el statu quo puede mantenerse): es decir, acepta que el Estado goza de autoridad política para cobrarles impuestos y gastar esos impuestos.
En este sentido, un liberal que trabaje exclusivamente para el Estado percibe un salario que para la gran mayoría de la población no es ilegítimo: un salario que la gran mayoría de la población entiende como una parte de los servicios que acepta que el Estado le preste. ¿Puede decirse que el liberal coaccione a esa mayoría de la población que legitima al Estado y a su sistema tributario? No: el liberal podrá pensar que esas personas se están equivocando al legitimar el Estado, e intentará convencerlas de lo contrario, pero sobre esas personas no estará ejerciendo coacción alguna por cobrar una parte de sus impuestos.
Justamente, a quien podría entenderse que está “robando” o “coaccionando” el liberal que cobra netamente del Estado es a los liberales que contribuyen netamente con el Estado: es decir, a todos aquellos que querrían pagar menos impuestos a cambio de recibir menos servicios del Estado. Pero en muchos casos esos mismos liberales que son contribuyentes netos aceptarán que parte de sus impuestos vaya a parar a la contratación de un liberal siempre que ese liberal utilice su posición para promover las ideas liberales, para reducir el nivel de coacción del Estado o para bajar impuestos (sobre todo, si la alternativa a su contratación no es bajar los impuestos, sino gastarlos en otras actividades). Por supuesto, no todos los liberales verán con buenos ojos que el Estado use sus impuestos en contratar a un liberal, pero no olvidemos que los liberales contratados por el Estado también pagan impuestos y que la mordida tributaria que sufren sobre sus remuneraciones bien podría compensar con creces la porción de impuestos pagados por los liberales descontentos que integraban su salario (sobre todo, cuando el porcentaje de “liberales descontentos” sobre el conjunto de la población es tan reducido).
Por consiguiente, mientras la inmensa mayoría de la población acepte la legitimidad del Estado y del pago de impuestos; mientras muchos liberales acepten que sus impuestos se destinen a sufragar gastos que contribuyan marginalmente a reducir el peso del Estado; y mientras los liberales contratados por la Administración paguen cuantiosos impuestos, resulta bastante discutible que, incluso cuando la única fuente de renta de un liberal sea su empleo público, éste esté recibiendo netamente transferencias coactivas del resto de ciudadanos.
Eso no significa, por sí solo, que el liberal no se esté lucrando del sector público. Si los ciudadanos aceptaran por desconocimiento o por mero "Síndrome de Estocolmo" que el Estado preste un servicio pagando precios absolutamente descabellados a sus proveedores, entonces sí podría decirse que esos proveedores están capturando rentas y aprovechándose de los ciudadanos. Y si el liberal fuera uno de ellos evidentemente también. Para conocer si los precios que paga el Estado por la provisión de sus servicios son “absolutamente descabellados” o no, habrá que atender a los precios de mercado de servicios análogos: si la diferencia entre uno y otro no es muy grande y si el servicio público es uno que convalidan buena parte de los ciudadanos (y no una canonjía creada ad hoc para el liberal), entonces difícilmente podrá hablarse de lucro. Omitir este criterio débil de determinación del lucro debería llevarnos a considerar que un profesor universitario de la pública que cobre la mitad del salario mínimo por hora y que no obtenga ninguna renta del sector privado se estaría “lucrando” del Estado, cuando obviamente no parece ser el caso.
Bajo este segundo criterio débil, pues, los liberales que prestaran servicios no antiliberales a través del Estado no se estarían lucrando, lo cual no significa que el mantenimiento de su puesto de trabajo dentro del sector público esté justificado: tan sólo que no hay un aprovechamiento personal del Estado en contra de sus principios.
Conclusión
Los liberales que presten servicios a través del Estado que no tengan un contenido antiliberal, sin usar los privilegios regulatorios en perjuicio de terceros y sin percibir más rentas del Estado de las que pagan al Estado no parece que puedan ser calificados de incoherentes. Los liberales que, en cambio, cobren más del Estado de lo que pagan se hallan en una situación más cuestionable, pero en tanto en cuanto presten servicios justificados por la mayoría de los contribuyentes y no perciban rentas absurdamente por encima de las que podría estar logrando en el mercado por actividades análogas, tampoco cabría entender que son incoherentes.
En suma: lo que el liberal jamás puede hacer es promover el crecimiento del Estado u obstaculizar la reducción del mismo en beneficio propio. Interactuar con el Estado realmente existente sin dejar de defender su continua reducción parece ser la vara de medir exigible y razonable de su coherencia.
*Este artículo fue publicado días antes de que TVE cediera a la presión del sindicato UGT, presente en el directorio de TVE.
Este artículo fue publicado originalmente en Vozpópuli (España) el 3 de septiembre de 2014.
En un Estado obeso, las separaciones son difíciles
por David Boaz
Hewlett-Packard, la novena empresa de manufacturas más grande del país, se está dividiendo entre dos empresas. Los ejecutivos dicen que las unidades de la empresas son simplemente demasiado distintas como para ser administradas de la misma forma.
Pensemos acerca de esto. Hewlett-Packard es una empresa muy grande, con ventas anuales de alrededor de $115.000 millones. No es ni remotamente tan grande como el gobierno de EE.UU., sin embargo, que gastará casi $4 billones (“trillions” en inglés) este año. No es ni siquiera tan grande como los gobiernos de los estados de Nueva York y California, que gastaron $132 mil millones y $215 mil millones, respectivamente, en 2011.
Esos gobiernos están involucrados en áreas de trabajo mucho más diversas y aún así sus ejecutivos nunca parecen querer implementar una consolidación, o deshacerse de negocios no relacionados a su esencia, o cerrar las unidades que no se desempeñan bien, o dividirlas en unidades más pequeñas y manejables.
¿Saben algo los funcionarios de las corporaciones que los funcionarios políticos no saben?
Hewlett-Packard no es la única empresa que hace esto. Hace poco eBay anunció que se desharía de su división PayPal.
Muchas empresas grandes han decidido dividirse porque se han vuelto demasiado grandes y diversas como para ser administradas de manera eficiente. ITT y AT&T hicieron eso en 1995. Viacom y CBS se separaron en 2006, así como también lo hicieron Time-Warner yAOL en 2008 y NewsCorp. De Rupert Murdoch en 2012.
Sin embargo, esto nunca parece pasar con el Estado, que simplemente sigue creciendo y agregando nuevos programas.
Una razón por la cual el Estado se vuelve demasiado grande es lo que Milton y Rose Friedman denominaron “la tiranía del status quo”. Esto es, cuando un programa nuevo del Estado es propuesto, muchas veces se vuelve el centro de un debate controversial. (Al menos si estamos hablando de programas grandes, como los subsidios al agro o Medicare. Muchos programas más pequeños terminan en el presupuesto luego de poco o nulo debate, y algunos de ellos se vuelven relativamente grandes después de unos años. Las medidas de “emergencia”, como lo fueron la Ley Patriota de 2001 y la ley del estímulo en 2009, puede que sean aprobadas con poca deliberación). Una vez que ha sido aprobado, el debate acerca del programa prácticamente se acaba.
Después de eso, el congreso simplemente considera cada año por cuánto más aumentar su presupuesto. Ya no hay un debate acerca de si el programa debería existir. Las reformas como el presupuesto con base cero y las leyes con fecha de expiración se supone que deben controlar este problema, pero no han tenido mucho efecto.
Cuando el gobierno federal se propuso cerrar la Junta de Aeronáutica Civil en 1979, descubrió que no había instrucciones acerca de cómo cerrar una agencia estatal. Esto simplemente nunca sucede. El proyecto del Presidente Clinton llamado “reinventando al Estado” decía que “el gobierno federal parece incapaz de abandonar lo obsoleto. Sabe cómo agregar, pero no cómo sustraer”. Usted puede buscar en los presupuestos de cualquier presidente durante mucho tiempo y no encontrará propuesta alguna para eliminar un programa.
Un elemento de la tiranía del status quo es lo que los washingtonianos denominamos el Triángulo de Hierro, que protege cada agencia y programa. El Triángulo de Hierro consiste del comité o subcomité en el Congreso que supervisa el programa, los burócratas que lo administran, y los intereses especiales que se benefician de este. Estos grupos están conectados: Un miembro del personal de un congresista escribe una regulación, luego va al poder ejecutivo para administrarla, después se traslada hacia el sector privado y hace mucha plata cabildeando a sus anteriores colegas en nombre del grupo de interés que está siendo regulado. O sucede que un lobista corporativo hace contribuciones a miembros del Congreso para conseguir que se cree una nueva agencia regulatoria, acto seguido él es designado como miembro de la junta de la agencia —porque, ¿quién más entendería el problema tan bien?
Las corporaciones se enfrentan a una evaluación distinta; esto es, el resultado final, según lo decidan los consumidores. Las empresas que no mejoran constantemente su habilidad de satisfacer a los consumidores perderán en el mercado. Algunos productos o divisiones puede que dejen de ser los preferidos. La administración en ejercicio puede que sea tan mala que una junta de directores decida vender esa división y permitir que una nueva administración implemente cambios.
Por supuesto, las empresas a veces se fusionan o compran otras empresas también. Los administradores constantemente están buscando encontrar la mejor combinación de recursos para satisfacer la demanda de los consumidores. En lo que ha transcurrido de este año, las empresas alrededor del mundo han realizado fusiones y adquisiciones valoradas en más de $2 billones. Mientras tanto, han vendido o se han deshecho de $1,6 billones de subsidiarias y líneas de negocios, según el Wall Street Journal. Los inversores se están volviendo más agresivos y demandando que las empresas se “coloquen en el tamaño adecuado”, ya sea que eso signifique expandirse, reducirse o reorganizar sus líneas de negocios. Los mercados globales andan a un paso acelerado, y los administradores se enfrentan constantemente al reto de mantenerse al día con la cambiante demanda de los consumidores y con las mejoras de los competidores.
Muy poco de lo que pasa con el Estado, que simplemente continúa agregando nuevos proyectos —desde planes para jubilación, hasta el cuidado de los niños, la guerra en Iraq, la Administración de Seguridad en el Transporte, el rescate de Wall Street e incluso las canchas de golf municipales— y rara vez los cierra. Si los administradores e inversores de las corporaciones con su propio dinero en juego encuentran que los negocios se vuelven demasiado grandes como para ser administrados de manera efectiva, ¿realmente puede ser posible que el Congreso y los dos millones de burócratas federales administren de manera efectiva un gobierno de $4 billones —ni hablar de una economía de $17 billones?
Este artículo fue publicado originalmente en The Washington Times (EE.UU.) el 14 de octubre de 2014.
David Boaz es Vicepresidente Ejecutivo del Cato Institute.
Hewlett-Packard, la novena empresa de manufacturas más grande del país, se está dividiendo entre dos empresas. Los ejecutivos dicen que las unidades de la empresas son simplemente demasiado distintas como para ser administradas de la misma forma.
Pensemos acerca de esto. Hewlett-Packard es una empresa muy grande, con ventas anuales de alrededor de $115.000 millones. No es ni remotamente tan grande como el gobierno de EE.UU., sin embargo, que gastará casi $4 billones (“trillions” en inglés) este año. No es ni siquiera tan grande como los gobiernos de los estados de Nueva York y California, que gastaron $132 mil millones y $215 mil millones, respectivamente, en 2011.
Esos gobiernos están involucrados en áreas de trabajo mucho más diversas y aún así sus ejecutivos nunca parecen querer implementar una consolidación, o deshacerse de negocios no relacionados a su esencia, o cerrar las unidades que no se desempeñan bien, o dividirlas en unidades más pequeñas y manejables.
¿Saben algo los funcionarios de las corporaciones que los funcionarios políticos no saben?
Hewlett-Packard no es la única empresa que hace esto. Hace poco eBay anunció que se desharía de su división PayPal.
Muchas empresas grandes han decidido dividirse porque se han vuelto demasiado grandes y diversas como para ser administradas de manera eficiente. ITT y AT&T hicieron eso en 1995. Viacom y CBS se separaron en 2006, así como también lo hicieron Time-Warner yAOL en 2008 y NewsCorp. De Rupert Murdoch en 2012.
Sin embargo, esto nunca parece pasar con el Estado, que simplemente sigue creciendo y agregando nuevos programas.
Una razón por la cual el Estado se vuelve demasiado grande es lo que Milton y Rose Friedman denominaron “la tiranía del status quo”. Esto es, cuando un programa nuevo del Estado es propuesto, muchas veces se vuelve el centro de un debate controversial. (Al menos si estamos hablando de programas grandes, como los subsidios al agro o Medicare. Muchos programas más pequeños terminan en el presupuesto luego de poco o nulo debate, y algunos de ellos se vuelven relativamente grandes después de unos años. Las medidas de “emergencia”, como lo fueron la Ley Patriota de 2001 y la ley del estímulo en 2009, puede que sean aprobadas con poca deliberación). Una vez que ha sido aprobado, el debate acerca del programa prácticamente se acaba.
Después de eso, el congreso simplemente considera cada año por cuánto más aumentar su presupuesto. Ya no hay un debate acerca de si el programa debería existir. Las reformas como el presupuesto con base cero y las leyes con fecha de expiración se supone que deben controlar este problema, pero no han tenido mucho efecto.
Cuando el gobierno federal se propuso cerrar la Junta de Aeronáutica Civil en 1979, descubrió que no había instrucciones acerca de cómo cerrar una agencia estatal. Esto simplemente nunca sucede. El proyecto del Presidente Clinton llamado “reinventando al Estado” decía que “el gobierno federal parece incapaz de abandonar lo obsoleto. Sabe cómo agregar, pero no cómo sustraer”. Usted puede buscar en los presupuestos de cualquier presidente durante mucho tiempo y no encontrará propuesta alguna para eliminar un programa.
Un elemento de la tiranía del status quo es lo que los washingtonianos denominamos el Triángulo de Hierro, que protege cada agencia y programa. El Triángulo de Hierro consiste del comité o subcomité en el Congreso que supervisa el programa, los burócratas que lo administran, y los intereses especiales que se benefician de este. Estos grupos están conectados: Un miembro del personal de un congresista escribe una regulación, luego va al poder ejecutivo para administrarla, después se traslada hacia el sector privado y hace mucha plata cabildeando a sus anteriores colegas en nombre del grupo de interés que está siendo regulado. O sucede que un lobista corporativo hace contribuciones a miembros del Congreso para conseguir que se cree una nueva agencia regulatoria, acto seguido él es designado como miembro de la junta de la agencia —porque, ¿quién más entendería el problema tan bien?
Las corporaciones se enfrentan a una evaluación distinta; esto es, el resultado final, según lo decidan los consumidores. Las empresas que no mejoran constantemente su habilidad de satisfacer a los consumidores perderán en el mercado. Algunos productos o divisiones puede que dejen de ser los preferidos. La administración en ejercicio puede que sea tan mala que una junta de directores decida vender esa división y permitir que una nueva administración implemente cambios.
Por supuesto, las empresas a veces se fusionan o compran otras empresas también. Los administradores constantemente están buscando encontrar la mejor combinación de recursos para satisfacer la demanda de los consumidores. En lo que ha transcurrido de este año, las empresas alrededor del mundo han realizado fusiones y adquisiciones valoradas en más de $2 billones. Mientras tanto, han vendido o se han deshecho de $1,6 billones de subsidiarias y líneas de negocios, según el Wall Street Journal. Los inversores se están volviendo más agresivos y demandando que las empresas se “coloquen en el tamaño adecuado”, ya sea que eso signifique expandirse, reducirse o reorganizar sus líneas de negocios. Los mercados globales andan a un paso acelerado, y los administradores se enfrentan constantemente al reto de mantenerse al día con la cambiante demanda de los consumidores y con las mejoras de los competidores.
Muy poco de lo que pasa con el Estado, que simplemente continúa agregando nuevos proyectos —desde planes para jubilación, hasta el cuidado de los niños, la guerra en Iraq, la Administración de Seguridad en el Transporte, el rescate de Wall Street e incluso las canchas de golf municipales— y rara vez los cierra. Si los administradores e inversores de las corporaciones con su propio dinero en juego encuentran que los negocios se vuelven demasiado grandes como para ser administrados de manera efectiva, ¿realmente puede ser posible que el Congreso y los dos millones de burócratas federales administren de manera efectiva un gobierno de $4 billones —ni hablar de una economía de $17 billones?
Este artículo fue publicado originalmente en The Washington Times (EE.UU.) el 14 de octubre de 2014.
Libertad = muerte
por Carlos Rodríguez Braun
Carlos Rodríguez Braun es doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la misma universidad.
Vi este interesante titular en El País: "El transporte vincula su liberalización con el alza de accidentes de furgonetas". La libertad mata, ¿verdad?
Debe de ser verdad, porque el titular venía avalado con estadísticas:
Antes de rendirnos ante la evidencia, recordemos el viejo dicho inglés sobre que hay mentiras, malditas mentiras… y estadísticas, y recordemos una falacia aún más antigua, tan antigua que tiene nombre en latín: post hoc ergo propter hoc, es decir, no porque una cosa venga después de otra ha sido causada por ésta.
No tiene, en efecto, mucho sentido hablar de muertos en carretera sólo en números absolutos. En los años de Aznar, por ejemplo, se habló mucho de los accidentes de trabajo, porque habían aumentado, igual que antes del carné por puntos se ponía el grito en el cielo por las víctimas en accidentes de tráfico, que también lo habían hecho. En realidad, en ambos casos la noticia era la contraria: los accidentes de trabajo eran relativamente menores, porque lo que había aumentado en realidad era el número de trabajadores. En el caso del carné por puntos había disminuido el número de víctimas con respecto al número de coches —y aún más con respecto a los kilómetros recorridos—. En ambos casos se invitaba al Gobierno a intervenir recortando la libertad de los ciudadanos y encareciendo sus contratos, para resolver problemas que no estaban agravándose.
Por tanto, antes incluso de establecer ninguna relación causa-efecto habría que ver qué ha pasado con el número de furgonetas o sus trayectos. Además, antes de echar la culpa a la libertad es imprescindible atender a la intervención, que bien puede haber aumentado. Decía el reportaje: "Asociaciones y sindicatos coinciden en que la economía sumergida en el sector se multiplicó". Es muy extraño que se multiplique si la intervención y la regulación han disminuido. Lo adecuado, pues, sería ver qué nuevas restricciones ha impuesto la Administración, que pueden haber fomentado esa economía sumergida.
Pero nada de esto se hace, nadie lo menciona y el artículo lo ignora, dando la sensación de que la libertad, en efecto, es mala, y además que todos están de acuerdo en ello, como lo dice el título: "El transporte" es el autor del diagnóstico; el transporte, nada menos que todo el transporte. ¿Verdad?
Pues parece que es verdad, porque están todos los partidos políticos, los empresarios, el Gobierno y, por supuesto, los sindicatos indignados porque hay gente que trabaja mucho y porque "se ha entrado en una carrera de abaratar costes".
Esto de abaratar costes da una pista sobre otra deficiencia del artículo, porque es evidente que no todo "el transporte" es objeto de su atención, porque un aspecto fundamental del mismo es ignorado: los que lo pagan.
Esta omisión es típica, como típica fue la reacción de las autoridades. En vez de reducir los costes crecientes que imponen sobre el transporte, para fomentar la competencia leal, bajar los costes y reducir la economía sumergida, el talentoso ministro Fernández Díazprometió que ya mismo se iba a ocupar de poner todavía más regulaciones sobre las furgonetas. Todo por nuestro bien, claro, porque la libertad mata, ¿verdad?
Este artículo fue publicado originalmente en Libertad Digital (España) el 13 de octubre de 2014.
Carlos Rodríguez Braun es doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la misma universidad.
Vi este interesante titular en El País: "El transporte vincula su liberalización con el alza de accidentes de furgonetas". La libertad mata, ¿verdad?
Debe de ser verdad, porque el titular venía avalado con estadísticas:
La cifra de fallecidos en este tipo de vehículos ha pasado de tres en julio y agosto de 2013 a 26 en los mismos meses de este año. El aumento de víctimas no parece coyuntural: en lo que va de 2014 se han registrado ya 64 víctimas mortales en furgonetas, frente a las 49 de todo el ejercicio anterior.Libertad = muerte ¿verdad?
Antes de rendirnos ante la evidencia, recordemos el viejo dicho inglés sobre que hay mentiras, malditas mentiras… y estadísticas, y recordemos una falacia aún más antigua, tan antigua que tiene nombre en latín: post hoc ergo propter hoc, es decir, no porque una cosa venga después de otra ha sido causada por ésta.
No tiene, en efecto, mucho sentido hablar de muertos en carretera sólo en números absolutos. En los años de Aznar, por ejemplo, se habló mucho de los accidentes de trabajo, porque habían aumentado, igual que antes del carné por puntos se ponía el grito en el cielo por las víctimas en accidentes de tráfico, que también lo habían hecho. En realidad, en ambos casos la noticia era la contraria: los accidentes de trabajo eran relativamente menores, porque lo que había aumentado en realidad era el número de trabajadores. En el caso del carné por puntos había disminuido el número de víctimas con respecto al número de coches —y aún más con respecto a los kilómetros recorridos—. En ambos casos se invitaba al Gobierno a intervenir recortando la libertad de los ciudadanos y encareciendo sus contratos, para resolver problemas que no estaban agravándose.
Por tanto, antes incluso de establecer ninguna relación causa-efecto habría que ver qué ha pasado con el número de furgonetas o sus trayectos. Además, antes de echar la culpa a la libertad es imprescindible atender a la intervención, que bien puede haber aumentado. Decía el reportaje: "Asociaciones y sindicatos coinciden en que la economía sumergida en el sector se multiplicó". Es muy extraño que se multiplique si la intervención y la regulación han disminuido. Lo adecuado, pues, sería ver qué nuevas restricciones ha impuesto la Administración, que pueden haber fomentado esa economía sumergida.
Pero nada de esto se hace, nadie lo menciona y el artículo lo ignora, dando la sensación de que la libertad, en efecto, es mala, y además que todos están de acuerdo en ello, como lo dice el título: "El transporte" es el autor del diagnóstico; el transporte, nada menos que todo el transporte. ¿Verdad?
Pues parece que es verdad, porque están todos los partidos políticos, los empresarios, el Gobierno y, por supuesto, los sindicatos indignados porque hay gente que trabaja mucho y porque "se ha entrado en una carrera de abaratar costes".
Esto de abaratar costes da una pista sobre otra deficiencia del artículo, porque es evidente que no todo "el transporte" es objeto de su atención, porque un aspecto fundamental del mismo es ignorado: los que lo pagan.
Esta omisión es típica, como típica fue la reacción de las autoridades. En vez de reducir los costes crecientes que imponen sobre el transporte, para fomentar la competencia leal, bajar los costes y reducir la economía sumergida, el talentoso ministro Fernández Díazprometió que ya mismo se iba a ocupar de poner todavía más regulaciones sobre las furgonetas. Todo por nuestro bien, claro, porque la libertad mata, ¿verdad?
Este artículo fue publicado originalmente en Libertad Digital (España) el 13 de octubre de 2014.
La libertad no se define, se ejerce
por Ángel Soto
Angel Soto es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
El fin de las dictaduras latinoamericanas trajo un doble proceso de transición. Por una parte, el paso a frágiles democracias que debieron consolidarse y dar gobernabilidad; en tanto que en materia económica se camino del estatismo al liberalismo. ¿Qué significó eso?, que avanzamos hacia la democracia y el mercado como formas para alcanzar el progreso. La caída del Muro de Berlín confirmó ese camino.
En los 90, Mario Vargas Llosa escribió que ser liberal estaba de moda. Era una palabra que se escuchaba por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disímiles. En su opinión, pasa con ella lo que —dice— “en los sesenta y setenta, con las palabrassocialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban a como diera lugar, pues, lejos de ellas, se sentían condenados a la orfandad popular y a la condición de dinosaurios ideológicos”. Y ¿qué ocurrió? Que las palabras se llenaron de imprecisión conceptual dejando de tener una significación precisa, se volvieron estereotipos emocionales que adornaron el oportunismo de personas y partidos que no querían perder el “tren de la historia”.
Veinticinco años después, la moda continúa —aunque el traje algunos lo quieran cambiar— e incluso da la impresión que “todos quieren ser liberales”.
Sigo con Vargas Llosa. Para él, los liberales son reformadores, “renovadores de los hábitos establecidos y las ideas recibidas. Más bien debieran ser llamados revolucionarios… Una revolución que purifique este vocablo de esas connotaciones de sangre, muerte, demagogia y dogmatismo que tiene entre nosotros y lo impregne de ideas, creación, racionalidad, libertad política, pluralismo político y legalidad”.
Otro latinoamericano —universal— como el poeta mexicano Octavio Paz, también escribió sobre el tema que nos ocupa, afirmando que ser libre es una experiencia que vivimos, sentimos y pensamos cada vez que decimos sí o no. Son alas, son pan, que debemos dejar volar. En él, la libertad, más que una idea o un concepto, es una experiencia que escapa a las definiciones.
Que duda cabe, decía por entonces el poeta, que los agentes del destino son los seres humanos quienes “conquistan la libertad cuando tienen conciencia de su destino”, de ahí su noción de experiencia, la cual, para realizarse “debe bajar a la tierra y encarnar entre los hombres”. “No le hacen falta alas sino raíces. Es una simple decisión —sí o no— pero ésta decisión nunca es solitaria: incluye siempre al otro, a los otros… Al decir si o no, me descubro a mí mismo y, al descubrirme, descubro a los otros… Ejercicio de la imaginación activa, la libertad es una perpetua invención”.
“¿Cómo construir la casa universal de la libertad?”, se preguntó: Algunos nos dicen, “¿No olvidan ustedes a la justicia? Respondo: la libertad, para realizarse plenamente, es inseparable de la justicia. La libertad sin justicia degenera en anarquía y termina en despotismo. Pero asimismo: sin libertad no hay verdadera justicia”.
Tom Palmer, en Por qué la Libertad, afirma que las ideas que conlleva la libertad, no son de coacción, sino de la persuasión, de vivir y dejar vivir, de rechazar tanto la subyugación como la dominación. Ideas “según la cual viven su vida la mayoría de los seres humanos día a día”. Normas simples que generan órdenes complejos y que tienen tres pilares: Derechos individuales, orden espontáneo y estado limitado por la Constitución. Algunos dirán: cooperación voluntaria y pacífica.
F.A. Hayek, afirmó que “el liberalismo nunca se ha opuesto a la evolución y al progreso. Es más: allí donde el desarrollo libre y espontáneo se halla paralizado por el intervencionismo, lo que el liberal desea es introducir drásticas y revolucionarias innovaciones”. Por tanto el liberalismo es abierto y confiado, quiere el cambio cuando es libre, “aun constándole que, a veces, se procede un poco a ciegas”. La equivocación: ¿Quién nace con manual de instrucciones o tiene la bola de cristal?
Otro pensador contemporáneo como David Boaz, afirmó que: “El liberalismo comienza con una sencilla definición de los derechos individuales, pero suscita preguntas nada fáciles de responder. La cuestión es si somos nosotros los que tomamos las decisiones importantes de nuestras vidas o son otros los que desempeñan esta función”. Para los liberales, “son los individuos los que tienen el derecho y la obligación de tomar sus propias decisiones. Los que no comulgan con el pensamiento liberal, cualquiera sea su inclinación política, asignan al gobierno la función de tomar muchas de las decisiones relevantes de la vida de cada uno”. ¿Significa eso que hay que eliminar al Estado? Creo que no, pues junto al papel de velar por el cumplimiento, protección y ampliación de las libertades, también podrá jugar un papel en el subsidio a la demanda.
La libertad, más que “poder”, es la “ausencia de coacción”, la cual posee una dimensión ética que mira al otro con honestidad y respeto, y no como un mero medio para usarlo. Implica la preocupación social por el otro.
Milton Friedman escribió: “Nuestra sociedad es tal como la hacemos. Podemos modelar nuestras instituciones. Las características físicas y humanas limitan las alternativas de que disponemos. Pero nada nos impide, si queremos, edificar una sociedad que se base esencialmente en la cooperación voluntaria para organizar tanto la actividad económica como las demás actividades; una sociedad que preserve y estimule la libertad humana, que mantenga al Estado en su sitio, haciendo que sea nuestro servidor y no dejando que se convierta en nuestro amo”. Agrega, en Libertad de elegir: “Una sociedad que ponga en primer lugar la libertad acabará teniendo, como afortunados subproductos, mayor libertad y mayor igualdad… Una sociedad libre desata las energías y capacidades de las personas en busca de sus propios objetivos. Esto impide que algunas personas pueden arbitrariamente aplastar a las otras… libertad significa diversidad, pero también movilidad”.
En definitiva, con Octavio Paz, la libertad no se deja definir en un tratado de muchas páginas pero se expresa en un simple monosílabo. La libertad no se define, se ejerce, cada vez que decimos sí o no.
Este artículo fue publicado originalmente en ChileB (Chile) el 1 de octubre de 2014.
Angel Soto es Profesor dela Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes (Chile).
El fin de las dictaduras latinoamericanas trajo un doble proceso de transición. Por una parte, el paso a frágiles democracias que debieron consolidarse y dar gobernabilidad; en tanto que en materia económica se camino del estatismo al liberalismo. ¿Qué significó eso?, que avanzamos hacia la democracia y el mercado como formas para alcanzar el progreso. La caída del Muro de Berlín confirmó ese camino.
En los 90, Mario Vargas Llosa escribió que ser liberal estaba de moda. Era una palabra que se escuchaba por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disímiles. En su opinión, pasa con ella lo que —dice— “en los sesenta y setenta, con las palabrassocialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban a como diera lugar, pues, lejos de ellas, se sentían condenados a la orfandad popular y a la condición de dinosaurios ideológicos”. Y ¿qué ocurrió? Que las palabras se llenaron de imprecisión conceptual dejando de tener una significación precisa, se volvieron estereotipos emocionales que adornaron el oportunismo de personas y partidos que no querían perder el “tren de la historia”.
Veinticinco años después, la moda continúa —aunque el traje algunos lo quieran cambiar— e incluso da la impresión que “todos quieren ser liberales”.
Sigo con Vargas Llosa. Para él, los liberales son reformadores, “renovadores de los hábitos establecidos y las ideas recibidas. Más bien debieran ser llamados revolucionarios… Una revolución que purifique este vocablo de esas connotaciones de sangre, muerte, demagogia y dogmatismo que tiene entre nosotros y lo impregne de ideas, creación, racionalidad, libertad política, pluralismo político y legalidad”.
Otro latinoamericano —universal— como el poeta mexicano Octavio Paz, también escribió sobre el tema que nos ocupa, afirmando que ser libre es una experiencia que vivimos, sentimos y pensamos cada vez que decimos sí o no. Son alas, son pan, que debemos dejar volar. En él, la libertad, más que una idea o un concepto, es una experiencia que escapa a las definiciones.
Que duda cabe, decía por entonces el poeta, que los agentes del destino son los seres humanos quienes “conquistan la libertad cuando tienen conciencia de su destino”, de ahí su noción de experiencia, la cual, para realizarse “debe bajar a la tierra y encarnar entre los hombres”. “No le hacen falta alas sino raíces. Es una simple decisión —sí o no— pero ésta decisión nunca es solitaria: incluye siempre al otro, a los otros… Al decir si o no, me descubro a mí mismo y, al descubrirme, descubro a los otros… Ejercicio de la imaginación activa, la libertad es una perpetua invención”.
“¿Cómo construir la casa universal de la libertad?”, se preguntó: Algunos nos dicen, “¿No olvidan ustedes a la justicia? Respondo: la libertad, para realizarse plenamente, es inseparable de la justicia. La libertad sin justicia degenera en anarquía y termina en despotismo. Pero asimismo: sin libertad no hay verdadera justicia”.
Tom Palmer, en Por qué la Libertad, afirma que las ideas que conlleva la libertad, no son de coacción, sino de la persuasión, de vivir y dejar vivir, de rechazar tanto la subyugación como la dominación. Ideas “según la cual viven su vida la mayoría de los seres humanos día a día”. Normas simples que generan órdenes complejos y que tienen tres pilares: Derechos individuales, orden espontáneo y estado limitado por la Constitución. Algunos dirán: cooperación voluntaria y pacífica.
F.A. Hayek, afirmó que “el liberalismo nunca se ha opuesto a la evolución y al progreso. Es más: allí donde el desarrollo libre y espontáneo se halla paralizado por el intervencionismo, lo que el liberal desea es introducir drásticas y revolucionarias innovaciones”. Por tanto el liberalismo es abierto y confiado, quiere el cambio cuando es libre, “aun constándole que, a veces, se procede un poco a ciegas”. La equivocación: ¿Quién nace con manual de instrucciones o tiene la bola de cristal?
Otro pensador contemporáneo como David Boaz, afirmó que: “El liberalismo comienza con una sencilla definición de los derechos individuales, pero suscita preguntas nada fáciles de responder. La cuestión es si somos nosotros los que tomamos las decisiones importantes de nuestras vidas o son otros los que desempeñan esta función”. Para los liberales, “son los individuos los que tienen el derecho y la obligación de tomar sus propias decisiones. Los que no comulgan con el pensamiento liberal, cualquiera sea su inclinación política, asignan al gobierno la función de tomar muchas de las decisiones relevantes de la vida de cada uno”. ¿Significa eso que hay que eliminar al Estado? Creo que no, pues junto al papel de velar por el cumplimiento, protección y ampliación de las libertades, también podrá jugar un papel en el subsidio a la demanda.
La libertad, más que “poder”, es la “ausencia de coacción”, la cual posee una dimensión ética que mira al otro con honestidad y respeto, y no como un mero medio para usarlo. Implica la preocupación social por el otro.
Milton Friedman escribió: “Nuestra sociedad es tal como la hacemos. Podemos modelar nuestras instituciones. Las características físicas y humanas limitan las alternativas de que disponemos. Pero nada nos impide, si queremos, edificar una sociedad que se base esencialmente en la cooperación voluntaria para organizar tanto la actividad económica como las demás actividades; una sociedad que preserve y estimule la libertad humana, que mantenga al Estado en su sitio, haciendo que sea nuestro servidor y no dejando que se convierta en nuestro amo”. Agrega, en Libertad de elegir: “Una sociedad que ponga en primer lugar la libertad acabará teniendo, como afortunados subproductos, mayor libertad y mayor igualdad… Una sociedad libre desata las energías y capacidades de las personas en busca de sus propios objetivos. Esto impide que algunas personas pueden arbitrariamente aplastar a las otras… libertad significa diversidad, pero también movilidad”.
En definitiva, con Octavio Paz, la libertad no se deja definir en un tratado de muchas páginas pero se expresa en un simple monosílabo. La libertad no se define, se ejerce, cada vez que decimos sí o no.
Este artículo fue publicado originalmente en ChileB (Chile) el 1 de octubre de 2014.
EE.UU.: La amenaza al método científico
por Patrick J. Michaels
El legado de Franklin Roosevelt está perjudicando la ciencia estadounidense.
A fines de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt preguntó a Vannevar Bush, quien supervisó el explosivamente exitoso Proyecto de Manhattan, si habría una forma de que la horda de científicos reclutados para producir “La Bomba” de alguna forma podrían ser mantenidos en el empleo público.
Dentro de ocho meses, Bush propuso un plan en el cual las universidades, no el Estado, serían las que emplearan a estos científicos, pero que los sueldos, ya sea para la facultad o para los investigadores contratados, de hecho se originaría en las agencias científicas federales, los departamentos del gabinete, o de las agencias públicas clandestinas.
Las consecuencias fueron obvias. Las universidades cobran un cincuenta por ciento adicional sobre las subvenciones federales, utilizando estos jugosos dineros de los departamentos científicos para pagar por los departamentos de arte y música, que no son rentables. Las semillas de la corrección política —que requiere un Estado grande y cada vez más expansivo— fueron sembradas conforme las universidades se volvieron adictas a la beneficencia federal.
En virtud de una competencia feroz para asegurar financiamiento para sus instituciones (y promoverse así mismos) algunos científicos se están comportando mal.
La semana pasada, una publicación técnica, el Journal of Vibration and Control, retractó sesenta estudios, luego de que una investigación interna revelara que un fraudulento “proceso de revisión por homólogos y de referencias” que ayudó a abrirle las puertas a un pequeño número de autores para que consigan una cantidad enorme de referencias en lo que constituye una prestigiosa especialidad de ingeniería. Al menos uno de los autores incluso logró reseñar sus propios estudios con un pseudónimo.
Esto es sintomático de una enfermedad de mayor envergadura, teniendo lugar en las que deberían ser nuestras instituciones más sagradas. Si ya no podemos cofiar en la ciencia, ¿qué nos queda como base del conocimiento?
Es un hecho que el mundo de las políticas públicas —particularmente el mundo de la política ambiental— dice basar sus políticas en “ciencia”, como aquella contenida en los reportes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), o en la publicación “National Assessments” del Programa de EE.UU. para la Investigación del Cambio Global acerca del impacto del cambio climático en nuestro país.
Estos documentos influyentes son esencialmente reseñas comprensivas de una voluminosa literatura científica. La tragedia es que la literatura está siendo insidiosamente envenenada por la estructura de incentivos para la misma ciencia.
La evidencia es cada vez más contundente. Danielle Fanelli de la Universidad de Montreal ha escrito varias reseñas comprensivas del contenido de la ciencia publicada y concluyó que, durante los últimos veinte años, el número de resultados “positivos” ha aumentado de manera dramática. Esto es cuando los datos confirman la hipótesis propuesta en lugar de sugerir su rechazo o modificación.
En un mundo real en el que los científicos están respondiendo a verdaderas preguntas, esto sería imposible. Las personas no se han vuelto repentinamente más inteligentes, excepto, tal vez si con respecto a cómo avanzar en la academia. Allí, las preguntas candidatas para una promoción en las ciencias son básicamente dos: ¿Qué publicaste y cuánto dinero del contribuyente obtuviste para respaldar tu investigación?
Si un profesor asistente, candidato a una posición permanente en la docencia, responde cualquiera de estas dos preguntas de manera insuficiente, es probable que termine buscando otro empleo. Es sorprendente cuántos de estos terminan llenando los comités en el Congreso, o mejor aún, en comités relacionados a programas de las grandes agencias de ciencia.
El papel del dinero es de suprema importancia. En una universidad de primer nivel, para publicar el número requerido de estudios para una promoción en, por ejemplo, las Ciencias Ambientales, probablemente se requiere un mínimo de $2,5 millones. Eso es mucho dinero para gastos adicionales en el Departamento de Lenguajes Germánicos.
¿Alguien realmente considera que un investigador joven obtendrá ese tipo de financiamiento yendo a las agencias federales con una propuesta de investigación que diga que la cantidad y los efectos del calentamiento global han sido dramáticamente exagerados (como lo han sido)? La mera propuesta amenaza con afectar el bolsillo de todos los demás. No obtendrá el financiamiento, y el investigador pronto no recibirá un sueldo.
El Dr. John Loannidis, ahora en la Universidad de Stanford, puede haber sido el primero en detectar esta enfermedad cuando escribió en 2005 un estudio que en ese entonces fue iconoclasta, “Por qué la gran mayoría de las conclusiones de investigaciones publicadas son falsas”. Su tesis es que las demandas de publicar y obtener financiamiento son tan fuertes que muchos estudios están mal diseñados como para poder forzar un resultado positivo y una publicación rápida.
Desde ese entonces, el número de estudios retractados se ha disparado. El ganador del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 2013,Randy Scheckman —a vísperas de recibir su premio— escribió un artículo de opinión para el diario The Guardian (Inglaterra), “Cómo publicaciones como Nature, Cell y Science están perjudicando la ciencia”, y prometió nunca más enviarles un manuscrito.
Scheckman indicó que publicar en Nature y en Science es un ticket hacia una posición permanente y hacia un mayor financiamiento para realizar investigaciones, pero que estas dos revistas —las revistas de ciencia más “influyentes” en la tierra, tienden hacia la ciencia “llamativa” para concentrar la atención en si mismas (inflando de esa manera sus “factores de impacto”). Esto se hace a costa del trabajo científico del día a día que tal vez es más importante, pero que no consigue espacios en CNN. Sabiendo esto, la gente será atraída a campos llamativos, como el calentamiento global, a costa de otros, quemando así nuestro talento científico por algo trivial.
Es así que la búsqueda del conocimiento se ha convertido en la búsqueda del financiamiento, y las agencias financiadoras suelen mirar mal los resultados negativos. ¿Quién realmente obtendrá una subvención federal que pueda eventualmente disminuir el poder del gobierno federal? No, en cambio leemos en una edición reciente de National Assessment, relaciones positivas absurdas como aquella que establece que el calentamiento global está asociado con más enfermedades mentales. Esto solo puede implicar que la gente en Richmond está más loca que aquí en Washington, DC, o que deben estar lunáticos en Miami.
Esto carece de sentido casi de igual forma que carece de sentido comprometer la ciencia para servir al monstruo del financiamiento federal.
Este artículo fue publicado originalmente en Townhall (EE.UU.) el 21 de julio de 2014.
Patrick Michaels es Académico Titular de Estudios Ambientales para Cato Institute.
El legado de Franklin Roosevelt está perjudicando la ciencia estadounidense.
A fines de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt preguntó a Vannevar Bush, quien supervisó el explosivamente exitoso Proyecto de Manhattan, si habría una forma de que la horda de científicos reclutados para producir “La Bomba” de alguna forma podrían ser mantenidos en el empleo público.
Dentro de ocho meses, Bush propuso un plan en el cual las universidades, no el Estado, serían las que emplearan a estos científicos, pero que los sueldos, ya sea para la facultad o para los investigadores contratados, de hecho se originaría en las agencias científicas federales, los departamentos del gabinete, o de las agencias públicas clandestinas.
Las consecuencias fueron obvias. Las universidades cobran un cincuenta por ciento adicional sobre las subvenciones federales, utilizando estos jugosos dineros de los departamentos científicos para pagar por los departamentos de arte y música, que no son rentables. Las semillas de la corrección política —que requiere un Estado grande y cada vez más expansivo— fueron sembradas conforme las universidades se volvieron adictas a la beneficencia federal.
En virtud de una competencia feroz para asegurar financiamiento para sus instituciones (y promoverse así mismos) algunos científicos se están comportando mal.
La semana pasada, una publicación técnica, el Journal of Vibration and Control, retractó sesenta estudios, luego de que una investigación interna revelara que un fraudulento “proceso de revisión por homólogos y de referencias” que ayudó a abrirle las puertas a un pequeño número de autores para que consigan una cantidad enorme de referencias en lo que constituye una prestigiosa especialidad de ingeniería. Al menos uno de los autores incluso logró reseñar sus propios estudios con un pseudónimo.
Esto es sintomático de una enfermedad de mayor envergadura, teniendo lugar en las que deberían ser nuestras instituciones más sagradas. Si ya no podemos cofiar en la ciencia, ¿qué nos queda como base del conocimiento?
Es un hecho que el mundo de las políticas públicas —particularmente el mundo de la política ambiental— dice basar sus políticas en “ciencia”, como aquella contenida en los reportes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), o en la publicación “National Assessments” del Programa de EE.UU. para la Investigación del Cambio Global acerca del impacto del cambio climático en nuestro país.
Estos documentos influyentes son esencialmente reseñas comprensivas de una voluminosa literatura científica. La tragedia es que la literatura está siendo insidiosamente envenenada por la estructura de incentivos para la misma ciencia.
La evidencia es cada vez más contundente. Danielle Fanelli de la Universidad de Montreal ha escrito varias reseñas comprensivas del contenido de la ciencia publicada y concluyó que, durante los últimos veinte años, el número de resultados “positivos” ha aumentado de manera dramática. Esto es cuando los datos confirman la hipótesis propuesta en lugar de sugerir su rechazo o modificación.
En un mundo real en el que los científicos están respondiendo a verdaderas preguntas, esto sería imposible. Las personas no se han vuelto repentinamente más inteligentes, excepto, tal vez si con respecto a cómo avanzar en la academia. Allí, las preguntas candidatas para una promoción en las ciencias son básicamente dos: ¿Qué publicaste y cuánto dinero del contribuyente obtuviste para respaldar tu investigación?
Si un profesor asistente, candidato a una posición permanente en la docencia, responde cualquiera de estas dos preguntas de manera insuficiente, es probable que termine buscando otro empleo. Es sorprendente cuántos de estos terminan llenando los comités en el Congreso, o mejor aún, en comités relacionados a programas de las grandes agencias de ciencia.
El papel del dinero es de suprema importancia. En una universidad de primer nivel, para publicar el número requerido de estudios para una promoción en, por ejemplo, las Ciencias Ambientales, probablemente se requiere un mínimo de $2,5 millones. Eso es mucho dinero para gastos adicionales en el Departamento de Lenguajes Germánicos.
¿Alguien realmente considera que un investigador joven obtendrá ese tipo de financiamiento yendo a las agencias federales con una propuesta de investigación que diga que la cantidad y los efectos del calentamiento global han sido dramáticamente exagerados (como lo han sido)? La mera propuesta amenaza con afectar el bolsillo de todos los demás. No obtendrá el financiamiento, y el investigador pronto no recibirá un sueldo.
El Dr. John Loannidis, ahora en la Universidad de Stanford, puede haber sido el primero en detectar esta enfermedad cuando escribió en 2005 un estudio que en ese entonces fue iconoclasta, “Por qué la gran mayoría de las conclusiones de investigaciones publicadas son falsas”. Su tesis es que las demandas de publicar y obtener financiamiento son tan fuertes que muchos estudios están mal diseñados como para poder forzar un resultado positivo y una publicación rápida.
Desde ese entonces, el número de estudios retractados se ha disparado. El ganador del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 2013,Randy Scheckman —a vísperas de recibir su premio— escribió un artículo de opinión para el diario The Guardian (Inglaterra), “Cómo publicaciones como Nature, Cell y Science están perjudicando la ciencia”, y prometió nunca más enviarles un manuscrito.
Scheckman indicó que publicar en Nature y en Science es un ticket hacia una posición permanente y hacia un mayor financiamiento para realizar investigaciones, pero que estas dos revistas —las revistas de ciencia más “influyentes” en la tierra, tienden hacia la ciencia “llamativa” para concentrar la atención en si mismas (inflando de esa manera sus “factores de impacto”). Esto se hace a costa del trabajo científico del día a día que tal vez es más importante, pero que no consigue espacios en CNN. Sabiendo esto, la gente será atraída a campos llamativos, como el calentamiento global, a costa de otros, quemando así nuestro talento científico por algo trivial.
Es así que la búsqueda del conocimiento se ha convertido en la búsqueda del financiamiento, y las agencias financiadoras suelen mirar mal los resultados negativos. ¿Quién realmente obtendrá una subvención federal que pueda eventualmente disminuir el poder del gobierno federal? No, en cambio leemos en una edición reciente de National Assessment, relaciones positivas absurdas como aquella que establece que el calentamiento global está asociado con más enfermedades mentales. Esto solo puede implicar que la gente en Richmond está más loca que aquí en Washington, DC, o que deben estar lunáticos en Miami.
Esto carece de sentido casi de igual forma que carece de sentido comprometer la ciencia para servir al monstruo del financiamiento federal.
Este artículo fue publicado originalmente en Townhall (EE.UU.) el 21 de julio de 2014.
El liberalismo clásico es anarquista
por Carlos Federico Smith
Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
En un ensayo previo en que analicé la crítica de que “el liberalismo es anarquía” concluí en que “el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues juzga indispensable la existencia del Estado, si bien hay diversos criterios entre pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal”.
No era posible adscribirle al liberalismo clásico la creencia en un sistema político con ausencia del Estado o del gobierno (definición sencilla de anarquía), aunque había una gama amplia de posiciones de pensadores liberales acerca de las funciones propias que puede desempeñar el Estado o el gobierno. Los liberales clásicos suelen creer en un gobierno limitado, en donde el grado de restricción aplicable es tema abierto a diferentes criterios entre pensadores liberales clásicos.
Tal restricción fue claramente expuesta Hayek, al señalar que “a partir de darse cuenta de las limitaciones del conocimiento individual y del hecho de que ninguna persona o grupo pequeño de personas puede saber todo lo que es conocido por alguna otra persona, el individualismo también puede derivar su conclusión práctica más importante: su demanda de una limitación estricta de todo el poder coercitivo o exclusivo” (Friedrich Hayek, “Individualism: True and False”, en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 141).
Casi que cada pensador liberal clásico sobresaliente tiene su propio elenco de funciones propias de un Estado en la sociedad abierta. Como preámbulo destaco la definición notable que hace Smith de los papeles que el Estado debe desempeñar: “La primera obligación del Soberano… es la de proteger a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes…La segunda… consiste en proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad… (y) tercera…la de erigir y mantener aquellos públicos establecimientos y obras públicas, que aunque ventajosos en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podrá recompensar su coste a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 5, 23 y 36).
Hay pensadores considerados como “liberales clásicos”, que señalan que no hay un papel para el estado en cuanto a la administración de justicia (por ejemplo, David Friedman, cuyo pensamiento anarco-capitalista será luego mencionado) o también el caso de una nación, como Costa Rica, que ha acudido a una declaración de neutralidad perpetua como razón para no disponer de un ejército que defienda al país frente a la amenaza externa. Este último ejemplo puede no necesariamente reflejar una posición liberal ante las funciones del estado, pero es interesante en cuanto a que el estado no está “protegiendo a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes” por medio de la fuerza militar, como lo plantea Smith, sino que es una “aceptación” de otras sociedades del carácter neutral o “amilitar” de la defensa costarricense ante la agresión externa.
Para dar una idea de la gran dispersión de funciones concretas que un estado puede desempeñar en un orden liberal clásico, me permito exponer, como ejemplo, la propuesta de un connotado pensador liberal clásico de la actualidad, Richard Epstein, quien escribió que “el liberalismo clásico huye de cualquier afecto por la anarquía en nombre de la libertad individual. Reconoce la necesidad de la fuerza del estado no sólo para prevenir la agresión y mantener la vigencia de los contratos, sino también para obtener impuestos (“flat”; bajos y uniformes), suplir infraestructura y limitar al monopolio… El liberal clásico trabaja para diseñar instituciones políticas y reglas jurídicas que le permitan al gobierno preservar el orden social sin asumir decisiones que pueden ser mejor tomadas por instituciones y actores privados (Richard A. Epstein, Forbes, 15 de setiembre del 2008).
La propuesta de Epstein sobre el papel del Estado calza dentro de los cánones liberales clásicos y algo similar podría mencionarse en relación con otros pensadores, lo cual pone en evidencia que no parece existir una cancha marcada y definitiva acerca de los roles específicos asignados al Estado en un orden político liberal, que permita separar al pensador liberal clásico de quienes no comparten esta visión. No hay un límite o dato requerido para definir el conjunto, aunque lo que podría delimitar el campo es una tendencia o inclinación hacia un menor tamaño (y funciones) del Estado en comparación con otras propuestas. Tal demarcación convierte al tema en un asunto muy discutible.
La diversidad de pensamiento entre liberales clásicos acerca de la amplitud que debe tener el Estado en una sociedad liberal no ha de sorprender. Hayek en una ocasión fue acusado de socialista por proponer ciertas regulaciones urbanas como deseables, al decir que “Los conceptos básicos de propiedad privada y la libertad de contratación… no facilitan solución inmediata a los complejos problemas que la vida ciudadana plantea… [y que se pueden adoptar] medidas prácticas conducentes a que el mecanismo [de precios] aludido funcione de modo más eficaz y a que los propietarios tomen en consideración todas las posibles consecuencias de sus actos” (Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Op. Cit., p. p. 368 y 376). Walter Block, por ejemplo, lo acusó de “ser tan sólo un tibio defensor de esta filosofía (de libre mercado) y a menudo activamente de patrocinador de todo lo opuesto [¿el socialismo?] (Walter Block, “Hayek’s road to serfdom,” en Journal of Libertarian Studies, 122, otoño de 1996, p. 357).
La característica general del pensamiento liberal clásico es una minimización del Estado, pero la delimitación exacta de las funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto. Es importante tener presente algunas de las posiciones más extremas en cuanto a la no existencia de papel alguno para el Estado, como lo plantean los llamados anarco-capitalistas como David Friedman (David Friedman, “Law as a Private Good: A Response to Tyler Cowen on the Economics of Anarchy”, en Economics and Philosophy, Vol. 10, No. 2, octubre de 199), quien propone que es factible un orden de mercado en donde no existan reglas públicas… sino que las leyes se dan o surgen en un ámbito totalmente privado. O como lo expone J. C. Lester, en Escape from Leviathan: Liberty, welfare and anarchy reconciled (New York: St. Martin’s Press, 2000) o anteriormente, Murray Rothbard, quien escribió que “el estado (es) el supremo, el eterno, el mejor organizado agresor en contra de las personas y de la propiedad de la masa del público” (Murray Rothbard, "The State", en For a New Liberty, New York: Collier, 1978 y reproducido en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. p. 36-37).
Quienes he denominado liberales clásicos de manera consistente le dan algún papel al Estado, si bien en grado variable. No son anarquistas, definido como ausencia total del Estado o del gobierno en el orden político, y considero que, en general, se acercan a la idea de un Estado limitado y mínimo, necesario para la vigencia de un orden liberal. La coerción se reduce al mínimo posible, de forma que se impida que otros individuos puedan arbitrariamente ejercerla contra terceros, lo que garantiza la libertad (ausencia de coerción) a cada individuo, en tanto acepte los límites conocidos que impone el principio de legalidad.
La posición anarco-capitalista cae en el campo de la utopía. En cierta manera, asume la existencia de mercados perfectos que hacen innecesaria intervención alguna (y existencia) del Estado. Contrasta con la posición liberal clásica que descansa en la falibilidad humana y que puede resumirse en la expresión “No es posible una sociedad perfecta”. Los liberales creemos en el método del “ensayo y error”, producto del método crítico, para evaluar los resultados de las acciones y la posibilidad de corregir cuando el resultado no es el esperado. En el futuro uno no puede saber si el Estado desaparecerá por innecesario, pero al momento, las sociedades abiertas se caracterizan por disponer de uno que desempeña el papel esencial de brindar el marco jurídico necesario en que aquellas evoluciones se adaptan a las circunstancias siempre cambiantes y a la incertidumbre que rodea toda acción humana.
Carlos Federico Smith es un frecuente colaborador de la Asociación Nacional de Fomento Económico de Costa Rica (ANFE).
En un ensayo previo en que analicé la crítica de que “el liberalismo es anarquía” concluí en que “el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues juzga indispensable la existencia del Estado, si bien hay diversos criterios entre pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal”.
No era posible adscribirle al liberalismo clásico la creencia en un sistema político con ausencia del Estado o del gobierno (definición sencilla de anarquía), aunque había una gama amplia de posiciones de pensadores liberales acerca de las funciones propias que puede desempeñar el Estado o el gobierno. Los liberales clásicos suelen creer en un gobierno limitado, en donde el grado de restricción aplicable es tema abierto a diferentes criterios entre pensadores liberales clásicos.
Tal restricción fue claramente expuesta Hayek, al señalar que “a partir de darse cuenta de las limitaciones del conocimiento individual y del hecho de que ninguna persona o grupo pequeño de personas puede saber todo lo que es conocido por alguna otra persona, el individualismo también puede derivar su conclusión práctica más importante: su demanda de una limitación estricta de todo el poder coercitivo o exclusivo” (Friedrich Hayek, “Individualism: True and False”, en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, The Essence of Hayek, Op. Cit., p. 141).
Casi que cada pensador liberal clásico sobresaliente tiene su propio elenco de funciones propias de un Estado en la sociedad abierta. Como preámbulo destaco la definición notable que hace Smith de los papeles que el Estado debe desempeñar: “La primera obligación del Soberano… es la de proteger a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes…La segunda… consiste en proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad… (y) tercera…la de erigir y mantener aquellos públicos establecimientos y obras públicas, que aunque ventajosos en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podrá recompensar su coste a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 5, 23 y 36).
Hay pensadores considerados como “liberales clásicos”, que señalan que no hay un papel para el estado en cuanto a la administración de justicia (por ejemplo, David Friedman, cuyo pensamiento anarco-capitalista será luego mencionado) o también el caso de una nación, como Costa Rica, que ha acudido a una declaración de neutralidad perpetua como razón para no disponer de un ejército que defienda al país frente a la amenaza externa. Este último ejemplo puede no necesariamente reflejar una posición liberal ante las funciones del estado, pero es interesante en cuanto a que el estado no está “protegiendo a la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades independientes” por medio de la fuerza militar, como lo plantea Smith, sino que es una “aceptación” de otras sociedades del carácter neutral o “amilitar” de la defensa costarricense ante la agresión externa.
Para dar una idea de la gran dispersión de funciones concretas que un estado puede desempeñar en un orden liberal clásico, me permito exponer, como ejemplo, la propuesta de un connotado pensador liberal clásico de la actualidad, Richard Epstein, quien escribió que “el liberalismo clásico huye de cualquier afecto por la anarquía en nombre de la libertad individual. Reconoce la necesidad de la fuerza del estado no sólo para prevenir la agresión y mantener la vigencia de los contratos, sino también para obtener impuestos (“flat”; bajos y uniformes), suplir infraestructura y limitar al monopolio… El liberal clásico trabaja para diseñar instituciones políticas y reglas jurídicas que le permitan al gobierno preservar el orden social sin asumir decisiones que pueden ser mejor tomadas por instituciones y actores privados (Richard A. Epstein, Forbes, 15 de setiembre del 2008).
La propuesta de Epstein sobre el papel del Estado calza dentro de los cánones liberales clásicos y algo similar podría mencionarse en relación con otros pensadores, lo cual pone en evidencia que no parece existir una cancha marcada y definitiva acerca de los roles específicos asignados al Estado en un orden político liberal, que permita separar al pensador liberal clásico de quienes no comparten esta visión. No hay un límite o dato requerido para definir el conjunto, aunque lo que podría delimitar el campo es una tendencia o inclinación hacia un menor tamaño (y funciones) del Estado en comparación con otras propuestas. Tal demarcación convierte al tema en un asunto muy discutible.
La diversidad de pensamiento entre liberales clásicos acerca de la amplitud que debe tener el Estado en una sociedad liberal no ha de sorprender. Hayek en una ocasión fue acusado de socialista por proponer ciertas regulaciones urbanas como deseables, al decir que “Los conceptos básicos de propiedad privada y la libertad de contratación… no facilitan solución inmediata a los complejos problemas que la vida ciudadana plantea… [y que se pueden adoptar] medidas prácticas conducentes a que el mecanismo [de precios] aludido funcione de modo más eficaz y a que los propietarios tomen en consideración todas las posibles consecuencias de sus actos” (Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad, Op. Cit., p. p. 368 y 376). Walter Block, por ejemplo, lo acusó de “ser tan sólo un tibio defensor de esta filosofía (de libre mercado) y a menudo activamente de patrocinador de todo lo opuesto [¿el socialismo?] (Walter Block, “Hayek’s road to serfdom,” en Journal of Libertarian Studies, 122, otoño de 1996, p. 357).
La característica general del pensamiento liberal clásico es una minimización del Estado, pero la delimitación exacta de las funciones permitidas en ese continuum, está sujeta al debate abierto. Es importante tener presente algunas de las posiciones más extremas en cuanto a la no existencia de papel alguno para el Estado, como lo plantean los llamados anarco-capitalistas como David Friedman (David Friedman, “Law as a Private Good: A Response to Tyler Cowen on the Economics of Anarchy”, en Economics and Philosophy, Vol. 10, No. 2, octubre de 199), quien propone que es factible un orden de mercado en donde no existan reglas públicas… sino que las leyes se dan o surgen en un ámbito totalmente privado. O como lo expone J. C. Lester, en Escape from Leviathan: Liberty, welfare and anarchy reconciled (New York: St. Martin’s Press, 2000) o anteriormente, Murray Rothbard, quien escribió que “el estado (es) el supremo, el eterno, el mejor organizado agresor en contra de las personas y de la propiedad de la masa del público” (Murray Rothbard, "The State", en For a New Liberty, New York: Collier, 1978 y reproducido en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. p. 36-37).
Quienes he denominado liberales clásicos de manera consistente le dan algún papel al Estado, si bien en grado variable. No son anarquistas, definido como ausencia total del Estado o del gobierno en el orden político, y considero que, en general, se acercan a la idea de un Estado limitado y mínimo, necesario para la vigencia de un orden liberal. La coerción se reduce al mínimo posible, de forma que se impida que otros individuos puedan arbitrariamente ejercerla contra terceros, lo que garantiza la libertad (ausencia de coerción) a cada individuo, en tanto acepte los límites conocidos que impone el principio de legalidad.
La posición anarco-capitalista cae en el campo de la utopía. En cierta manera, asume la existencia de mercados perfectos que hacen innecesaria intervención alguna (y existencia) del Estado. Contrasta con la posición liberal clásica que descansa en la falibilidad humana y que puede resumirse en la expresión “No es posible una sociedad perfecta”. Los liberales creemos en el método del “ensayo y error”, producto del método crítico, para evaluar los resultados de las acciones y la posibilidad de corregir cuando el resultado no es el esperado. En el futuro uno no puede saber si el Estado desaparecerá por innecesario, pero al momento, las sociedades abiertas se caracterizan por disponer de uno que desempeña el papel esencial de brindar el marco jurídico necesario en que aquellas evoluciones se adaptan a las circunstancias siempre cambiantes y a la incertidumbre que rodea toda acción humana.
Un descubrimiento tardío
por Alberto Benegas Lynch (h)
Gregorio Marañón, seguramente para ahorrarse tener que escribir largo, dice en el prólogo a la obra de Ramón Solís sobre las Cortes de Cádiz que “cuando los banquetes son exquisitos, los aperitivo huelgan”. En este caso no necesitamos prolegómeno para consignar que la trama es ingeniosa puesto que se trasmiten ideas de filosofía política a través del comentario de una quincena de producciones cinematográficas protagonizadas por muy diversos actores en el contexto de argumentaciones variopintas. El libro abre con una larga misiva apócrifa de Allen a Platón en la que el primero descarga una serie de atinadas imputaciones conceptuales a La República del segundo. Entre las múltiples observaciones se lee en este supuesto contacto epistolar que “No entiendo, para empezar, como esta obra ha gozado de la vitola de progresista desde siempre entre los círculos de la izquierda igualitaria. Si hay algo poco igualitario es precisamente este dibujo del Estado ideal que nos has dejado en la República. La división en tres clases de la población me recordó enseguida la que se podía ver en una película de dibujos animados hecha en el año 1998, Antz […] Tu sociedad utópica está estructurada como el hormiguero de Antz: hay obreros, soldados y, por último, en la cúspide, los mandamases” y concluye esta curioso y meduloso correo de esta manera: “Una sociedad no se hace de este modo; es más, creo que una sociedad no se hace en absoluto: no se debe dejar a nadie que dirija su factura, sino permitir que se vaya ensamblando poco a poco y por si sola”.
Mi sorpresa fue grande cuando comprobé que Rivera cita autores tales como Adam Smith, David Hume, Adam Ferguson, Carl Menger, Robert Nozick, Bruno Leoni, James Buchanan, Ronald Coase, Douglass North, Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Milton Friedman y Karl Popper. El asombro se debe a que estos autores son en general ignorados por la literatura convencional y cuando alguna vez se los menciona es para criticarlos con cierta dureza (e ignorancia) lo cual no es el caso en el libro que comentamos, situación que sobresale aún más debido a que me anoticio que la formación profesional del autor proviene de la filosofía, área en general ocupada por la tradición de pensamiento socialista.
Después de este comentario bibliográfico, al lector informado ya no le llamará la atención las citas que siguen de Juan Antonio Rivera. Así, escribe que “la pompa y circunstancia con que son presentados los proyectos colectivos, el aura de magnificencia con que se les rodea, hace que parezca tener pleno sentido pedir a las personas que depongan sus proyectos particulares de vida (los que hayan podido trazar haciendo uso de su libertad de elegir y equivocarse) y hasta que se ofrenden ellas mismas en obsequio de tales planes colectivos. Es fácil, muy fácil presentar como egoísta y de mente angosta a quien se resista a esta labor de amputación de su autonomía individual. La libertad es la primera víctima de cualquier utopía colectiva […] ninguna inteligencia humana puede anticipar correctamente el devenir social. Los acontecimientos históricos obedecen a tal punto a multitud de causas que es pura infatuación intelectual pretender conocer por anticipado sus vicisitudes futuras […] las redes institucionales (mercado, costumbres y tradiciones) que luego interconectan entre sí esos fragmentos de conocimiento dispersos entre muchas personas y en diversas épocas, es muchísimo mayor que el conocimiento que pueda estar albergado en un cerebro humano solo por eximiamente dotado que esté”.
Difícil concebir una mejor digestión de la impronta hayekiana. Sin embargo, si quisiéramos dar un paso más deberíamos consignar que Rivera se encuentra embretado en el muy común “síndrome Hobbes” (aunque destaca que “conviene, muy en particular, no echar en olvido que el Estado, como Leviatán político, puede llegar a convertirse en una potencia homicida”) y no parece estar familiarizado con la últimas contribuciones de autores tales como Anthony de Jasay, Bruce Benson, David Schmidt, Randy Barnett, David Friedman, Murray Rothbard, Walter Block y Hans H. Hoppe en cuanto a las refutaciones a las argumentaciones clásicas de las externalidades, los bienes públicos, los free-riders ni con una visión completa del dilema del prisionero (a pesar de que trata este último punto), ni con las confusiones en torno a “la tragedia de los anticomunes” y, en el contexto de la asimetría de la información, con la selección adversa y el riesgo moral. Pero como se ha dicho “no le pidamos peras al olmo, disfrutemos las naranjas del naranjo”… en el libro que nos ocupa se trata de excelentes naranjas, muy jugosas, de un exquisito sabor y, por cierto, de largo alcance.
De todos modos, en el mundo en que vivimos, el desconocimiento o subestimación de aquel paso adicional a que aludimos no quita mérito alguno a las sanas inspiraciones por poner coto a los atropellos del Leviatán, aunque se insista en retornar a una democracia a la Giovanni Sartori hoy convertida en kleptocracia, y aunque el propio Hayek haya reconocido en las primeras doce líneas de la edición original de su Law, Legislation and Liberty que, hasta el momento, el esfuerzo liberal por mantener el poder en brete ha resultado en un completo fracaso (de ahí que sugiere lo que bautiza como “demarquía” al efecto de despolitizar una de las Cámaras legislativas).
En todo caso, no se trata de adoptar un camino sin más sino de abrir el debate y tener en cuenta que el conocimiento es una senda sin término y que está asentado en la provisonalidad, siempre sujeto a posibles refutaciones. Los Padres Fundadores en EE.UU. previeron el peligro que intentaron mitigar a través del federalismo, pero, aparentemente, hay una fuerza centrípeta hacia el gobierno central que convierte en una ilusión el fraccionamiento y la dispersión del poder por esa vía, y como ha escrito Edmund Opitz “big government means little people”.
Termino con una nota a pie de página que alude al economista y la libertad. En este sentido, se suele sostener que el economista profesional no puede emitir juicios de valor y solo debe atenerse al consejo respecto a los medios idóneos para el logro de específicos fines. Esto así puesto está mal, es insuficiente y confuso. Por lo pronto, el economista debe sostener y mantener la honestidad intelectual lo cual ya es un juicio de valor y, por otra parte, para que cada uno pueda elegir libremente sus fines particulares debe existir una economía de mercado, situación que constituye también un juicio de valor (además, para que el economista pueda pronunciarse sobre el método más eficiente para el logro de los fines deseados por cada cual, debe operar en una economía de mercado puesto que en ausencia de este sistema la expresión “eficiencia” carece de toda significación). En otro plano de análisis —una vez establecida la economía de mercado— sin duda que no es en modo alguno pertinente que el economista se pronuncie si se debe consumir pornografía o material bíblico ya que ese tipo de juicios corresponden a la axiología.
Este artículo fue publicado originalmente en el Diario de América (EE.UU.) el 22 de diciembre de 2010.
Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
Hurgando en una librería madrileña de esas en las que uno puede explorar tranquilo sin que le pregunten que desea, adquirí un libro de Juan Antonio Rivera y lo ingresé en mi biblioteca donde estuvo estacionado por cinco años sin que hasta el momento lo haya abordado. Anoche lo desempolvé y lo leí, parte en diagonal y parte detenidamente. No recuerdo que fue lo que me atrajo originalmente de ese libro, tal vez el título ya que soy un seguidor empedernido de Woody Allen. La obra lleva el sugestivo encabezamiento de Carta abierta de Woody Allen a Platón y está editado por Espasa-Calpe. Sin embargo, tal vez no haya sido solo por el título ya que no soy afecto a dejarme convencer por carátulas por más atractivas que parezcan a primera vista. Debo haber visto algo en el contenido que me llamó la atención puesto que estoy cada vez más selectivo con los libros que incorporo a mi ya muy nutrida biblioteca.Gregorio Marañón, seguramente para ahorrarse tener que escribir largo, dice en el prólogo a la obra de Ramón Solís sobre las Cortes de Cádiz que “cuando los banquetes son exquisitos, los aperitivo huelgan”. En este caso no necesitamos prolegómeno para consignar que la trama es ingeniosa puesto que se trasmiten ideas de filosofía política a través del comentario de una quincena de producciones cinematográficas protagonizadas por muy diversos actores en el contexto de argumentaciones variopintas. El libro abre con una larga misiva apócrifa de Allen a Platón en la que el primero descarga una serie de atinadas imputaciones conceptuales a La República del segundo. Entre las múltiples observaciones se lee en este supuesto contacto epistolar que “No entiendo, para empezar, como esta obra ha gozado de la vitola de progresista desde siempre entre los círculos de la izquierda igualitaria. Si hay algo poco igualitario es precisamente este dibujo del Estado ideal que nos has dejado en la República. La división en tres clases de la población me recordó enseguida la que se podía ver en una película de dibujos animados hecha en el año 1998, Antz […] Tu sociedad utópica está estructurada como el hormiguero de Antz: hay obreros, soldados y, por último, en la cúspide, los mandamases” y concluye esta curioso y meduloso correo de esta manera: “Una sociedad no se hace de este modo; es más, creo que una sociedad no se hace en absoluto: no se debe dejar a nadie que dirija su factura, sino permitir que se vaya ensamblando poco a poco y por si sola”.
Mi sorpresa fue grande cuando comprobé que Rivera cita autores tales como Adam Smith, David Hume, Adam Ferguson, Carl Menger, Robert Nozick, Bruno Leoni, James Buchanan, Ronald Coase, Douglass North, Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Milton Friedman y Karl Popper. El asombro se debe a que estos autores son en general ignorados por la literatura convencional y cuando alguna vez se los menciona es para criticarlos con cierta dureza (e ignorancia) lo cual no es el caso en el libro que comentamos, situación que sobresale aún más debido a que me anoticio que la formación profesional del autor proviene de la filosofía, área en general ocupada por la tradición de pensamiento socialista.
Después de este comentario bibliográfico, al lector informado ya no le llamará la atención las citas que siguen de Juan Antonio Rivera. Así, escribe que “la pompa y circunstancia con que son presentados los proyectos colectivos, el aura de magnificencia con que se les rodea, hace que parezca tener pleno sentido pedir a las personas que depongan sus proyectos particulares de vida (los que hayan podido trazar haciendo uso de su libertad de elegir y equivocarse) y hasta que se ofrenden ellas mismas en obsequio de tales planes colectivos. Es fácil, muy fácil presentar como egoísta y de mente angosta a quien se resista a esta labor de amputación de su autonomía individual. La libertad es la primera víctima de cualquier utopía colectiva […] ninguna inteligencia humana puede anticipar correctamente el devenir social. Los acontecimientos históricos obedecen a tal punto a multitud de causas que es pura infatuación intelectual pretender conocer por anticipado sus vicisitudes futuras […] las redes institucionales (mercado, costumbres y tradiciones) que luego interconectan entre sí esos fragmentos de conocimiento dispersos entre muchas personas y en diversas épocas, es muchísimo mayor que el conocimiento que pueda estar albergado en un cerebro humano solo por eximiamente dotado que esté”.
Difícil concebir una mejor digestión de la impronta hayekiana. Sin embargo, si quisiéramos dar un paso más deberíamos consignar que Rivera se encuentra embretado en el muy común “síndrome Hobbes” (aunque destaca que “conviene, muy en particular, no echar en olvido que el Estado, como Leviatán político, puede llegar a convertirse en una potencia homicida”) y no parece estar familiarizado con la últimas contribuciones de autores tales como Anthony de Jasay, Bruce Benson, David Schmidt, Randy Barnett, David Friedman, Murray Rothbard, Walter Block y Hans H. Hoppe en cuanto a las refutaciones a las argumentaciones clásicas de las externalidades, los bienes públicos, los free-riders ni con una visión completa del dilema del prisionero (a pesar de que trata este último punto), ni con las confusiones en torno a “la tragedia de los anticomunes” y, en el contexto de la asimetría de la información, con la selección adversa y el riesgo moral. Pero como se ha dicho “no le pidamos peras al olmo, disfrutemos las naranjas del naranjo”… en el libro que nos ocupa se trata de excelentes naranjas, muy jugosas, de un exquisito sabor y, por cierto, de largo alcance.
De todos modos, en el mundo en que vivimos, el desconocimiento o subestimación de aquel paso adicional a que aludimos no quita mérito alguno a las sanas inspiraciones por poner coto a los atropellos del Leviatán, aunque se insista en retornar a una democracia a la Giovanni Sartori hoy convertida en kleptocracia, y aunque el propio Hayek haya reconocido en las primeras doce líneas de la edición original de su Law, Legislation and Liberty que, hasta el momento, el esfuerzo liberal por mantener el poder en brete ha resultado en un completo fracaso (de ahí que sugiere lo que bautiza como “demarquía” al efecto de despolitizar una de las Cámaras legislativas).
En todo caso, no se trata de adoptar un camino sin más sino de abrir el debate y tener en cuenta que el conocimiento es una senda sin término y que está asentado en la provisonalidad, siempre sujeto a posibles refutaciones. Los Padres Fundadores en EE.UU. previeron el peligro que intentaron mitigar a través del federalismo, pero, aparentemente, hay una fuerza centrípeta hacia el gobierno central que convierte en una ilusión el fraccionamiento y la dispersión del poder por esa vía, y como ha escrito Edmund Opitz “big government means little people”.
Termino con una nota a pie de página que alude al economista y la libertad. En este sentido, se suele sostener que el economista profesional no puede emitir juicios de valor y solo debe atenerse al consejo respecto a los medios idóneos para el logro de específicos fines. Esto así puesto está mal, es insuficiente y confuso. Por lo pronto, el economista debe sostener y mantener la honestidad intelectual lo cual ya es un juicio de valor y, por otra parte, para que cada uno pueda elegir libremente sus fines particulares debe existir una economía de mercado, situación que constituye también un juicio de valor (además, para que el economista pueda pronunciarse sobre el método más eficiente para el logro de los fines deseados por cada cual, debe operar en una economía de mercado puesto que en ausencia de este sistema la expresión “eficiencia” carece de toda significación). En otro plano de análisis —una vez establecida la economía de mercado— sin duda que no es en modo alguno pertinente que el economista se pronuncie si se debe consumir pornografía o material bíblico ya que ese tipo de juicios corresponden a la axiología.
Este artículo fue publicado originalmente en el Diario de América (EE.UU.) el 22 de diciembre de 2010.
31 de diciembre de 1969
Peter Drucker
El síndrome de la chimenea
por Alberto Benegas Lynch
Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
El cambio que estamos viviendo en nuestras sociedades es notable y, si somos capaces de mantener marcos institucionales respetuosos de la propiedad y los derechos de todos, los resultados continuarán siendo de gran provecho para el mejoramiento en el nivel de vida de la gente.
Tal como se ha dicho y escrito en repetidas oportunidades, cada época ha deparado sus sorpresas agradables (y, desafortunadamente, también desagradables). Imaginemos lo que fue 400 años antes de Cristo la aparición de la lógica aristotélica, la sistematización del derecho en la república romana, los burgos y luego las ciudades a partir del siglo trece, la imprenta con los tipos móviles en 1455, las profundas transformaciones a raíz de los inicios de reforma luterana, el renacimiento en Florencia y Venecia, las bendiciones de la Revolución Industrial que permitió sobrevivir a cientos de miles de personas que se morían por inanición y por las pestes, la Revolución en Estado Unidos que llevó a la práctica los principios de la libertad y el gobierno con poderes limitados. Y todo esto son apenas trazos gruesos de adelantos específicos como la escritura, las matemáticas, la medicina, los sistemas de riego, la óptica, la anestesia, el telégrafo, el teléfono, la radio, el avión, la televisión, el fax...internet.
En estos momentos el cambio más relevante se pone de manifiesto en las dimensiones reducidas de las fábricas y la producción en general debido a la tecnología molecular o nanotecnología (explica Eric Drexter en su Engines of Creation que los microcircuitos se miden en milésimas de metro, es decir, micrometros mientras que las moléculas se miden en nanometros que son de un tamaño mil veces menor, las que se organizan de muy diferentes maneras según las metas deseadas). Ya no tiene sentido fábricas que ocupan grandes extensiones con chimeneas que arrojan humos por doquier en el contexto de ruidos ensordecedores y cientos de operarios en interminables líneas de montaje. Los tamaños se han reducido enormemente con máquinas pequeñas y más livianas que permiten producciones mucho mayores con materiales de mayor calidad. El trabajo obrero se libera para encarar nuevos bienes y servicios debido a la creciente robotización al efecto de permitir que el hombre trabaje más como hombre con su mente y menos con la fuerza bruta.
Esta extraordinaria revolución tecnológica permite extender la producción y ponerla al alcance de un mayor número de personas. En realidad la expresión tecnología no tiene porque sonar a ruido metálico puesto que alude al estudio de la aplicación de todas las habilidades (del griego techne y logia), es la aplicación de conocimientos en todos los órdenes de la vida.
Peter Drucker y Alvin Toffler han sido los pioneros en bautizar, a fines de la década del sesenta, nuestra era como “la sociedad del conocimiento”. Esto es así debido a que, como consecuencia de la productividad, el peso relativo de lo material va pasando a un segundo plano respecto de las ideas que sistematizan, organizan su aplicación a la producción. Este menor peso relativo no solo se debe a lo apuntado en cuanto a las máquinas en general o la robotización en particular sino, en el área de los productos no manufacturados, a la introducción de nuevos métodos de siembra y cosecha y la irrupción de los transgénicos.
A este mayor peso del conocimiento respecto de lo material conviene agregar la posibilidad que señala David Friedman en cuanto a la moderna tecnología del encriptado en proceso de implementación (lo cual se encuentra detallado en la home page del referido autor en un artículo titulado “Why Encryption Matters”). Nos dice Friedman que no hay suficiente privacidad de debido a micrófonos de largo alcance, ojos satelitales, la posibilidad de interceptar mails, teléfonos celulares y teleconferencias, todo o cual constituye riesgos concretos. Sin embargo, los mensajes encriptados se basan en dos “llaves” una pública y una privada, la primera es accesible a cualquiera aunque su identificación en el mundo del encriptado consiste, precisamente, en la combinación de ambas llaves que es equivalente a la firma personal. Friedman atribuye a esta tecnología grandes ventajas ya que no solo permite salvaguardar en general la privacidad sino, en un mundo donde los valores más importantes estriban en el conocimiento que éstos puedan transferirse sin la mirada voraz de aparatos estatales.
Las materia primas tienden a ocupar un proporción menor en los costos totales (el ejemplo que habitualmente se exhibe es que el microchip antes significaba el sesenta por ciento del costo de un ordenador mientras que actualmente es el dos por ciento y cincuenta libras de fibra óptica trasmiten el mismo volumen de información que una tonelada de cable de cobre de antaño).
Debe por cierto precisarse que conocimiento no es sinónimo de información. Como queda dicho, lo primero implica seleccionar, digerir y discernir con miras a la correspondiente aplicación. De más está decir que si este notable avance tecnológico no tiene lugar en un contexto de los principios y valores de la sociedad abierta, la aplicación será para asfixiar al individuo en un cuadro de situación orwelliano y la maravillosa oportunidad de globalización se convertirá en la masacre del hombre a un ritmo de patética vertiginosidad.
Las posibilidades de progreso debidas al ingenio humano son inmensas e inagotables. El “síndrome de la chimenea” de las fábricas enormes desaparece para dar lugar a la utilización más plena del conocimiento. Desde el garrote en adelante, todos los instrumentos que sirven al hombre pueden ser mal utilizados de lo cual no se sigue que pueda privarse de la oportunidad a las personas que quieren darle buen uso ni tampoco a los que lo utilizan para el daño siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros. Una situación extrema se presenta con la ingeniería genética que, entre otros beneficios, permite la curación de enfermedades que antes parecían incurables y para aumentos siderales en las productividades de alimentos, pero, también en este campo, la mala utilización puede resultar fatal para los derechos de las personas: en este sentido C.S.Lewis alude a la imposición de manipulaciones varias de la genética humana por parte de “planificadores científicos”, en cuyo caso “los súbditos [...] no serían hombres sino artefactos. Así, la conquista final resultaría en la abolición del hombre”.
Este artículo fue publicado originalmente en el Diario de América (EE.UU.) el 28 de septiembre de 2008.
República Dominicana: Es necesario revisar el impuesto sobre los activos
por Miguel Collado di Franco
Miguel Collado Di Franco es economista titular del Centro Regional de Estrategias Económicas Sostenibles (República Dominicana).
Las sucesivas modificaciones al Código Tributario de la República Dominicana que se han producido desde el año 2000, han introducido distorsiones al sistema tributario que ameritan ser corregidas. Cuando se analizan dichas modificaciones, es posible darse cuenta que las mismas respondieron a las circunstancias del momento sin considerar los efectos negativos sobre los agentes económicos y sobre las diferentes actividades de la economía. Al momento de realizar cualquier cambio en un sistema tributario es fundamental tener en cuenta que los ciudadanos actúan según las reglas de juego imperantes en la sociedad. Dentro de estas reglas, los impuestos son una de las más importantes dado que modifican los patrones de trabajo, ahorro, inversión, producción y consumo de las personas.
En esta oportunidad tratamos el impuesto sobre los activos, creado en 2005 mediante la Ley 557-05. Este impuesto grava con una tasa de 1% los activos de las personas jurídicas y de las empresas de un único dueño. La finalidad del impuesto es ser, en la práctica, un impuesto mínimo. Sin embargo, esta figura impositiva tiene efectos distorsionadores debido a que penaliza a quienes realizan inversiones para incrementar el stock de activos productivos en la economía. En adición, puede hacer más pronunciados los ciclos económicos de las empresas, y de la economía en general.
Poner impuestos sobre los activos, es decir, sobre las herramientas que facilitan el progreso económico de las personas, significa penalizar las actividades productivas y el salario de los trabajadores. En vista de que el progreso económico es el intento diario que hacemos las personas por elevar nuestros estándares de vida, es esencial evitar cualquier política pública que limite ese accionar natural.
Contar con maquinarias, herramientas y demás activos productivos, es una forma como los seres humanos podemos producir más y mejores bienes y servicios y, por consiguiente, obtener mayores ingresos y mejores estándares de vida. Esto se verifica con solo observar cómo ha aumentado el ingreso por habitante a lo largo de la historia de la humanidad. De pasar de épocas en que la herramienta más sofisticada era un arado tirado por un animal, hoy día contamos con infinidad de máquinas que nos hacen mucho más productivos. Junto con el incremento en la productividad, consecuencia del uso de más y mejores activos, se han producido aumentos en el ingreso por habitante, ha disminuido la tasa de pobreza mundial y ha aumento la esperanza de vida a nivel global.
¿Cómo afecta el impuesto a los activos? En vista de que se trata de un impuesto mínimo, cuando el monto del impuesto a los activos es superior al impuesto sobre la renta, las empresas deben pagar el primero. El pago de este impuesto, en consecuencia, empeoraría la posición de una empresa que en algún momento tuviera menos liquidez.
Tomemos de ejemplo una empresa cualquiera que estuviera experimentando un período de disminución de sus ingresos y, por tanto, de sus ganancias antes de impuestos. En un caso como este, el capital de trabajo de la empresa disminuiría; es decir, su capacidad de responder a sus compromisos financieros diarios sería menor. El pago de este impuesto mínimo llevaría a la empresa a disponer de menor liquidez financiera. El gravamen tendría un efecto negativo sobre su capacidad de poder hacer frente a la situación financiera del momento, y hasta sobre su posibilidad de poder revertir la circunstancia por la que atraviesa.
En el caso de que esta empresa necesitara realizar una inversión para adquirir más activos para recuperar sus ingresos, su necesidad de capital de trabajo aumentaría. Digamos que la empresa del ejemplo requiriera una nueva línea de producción, mejor y mayor capacidad de transporte para llegar a sus clientes. En ese caso, su nuevo plan de negocios debe contemplar que el monto adicional de activos demandará más recursos para poder hacer frente a un impuesto mínimo mayor.
La Ley 557-05 establece que en ciertos casos, bajo ciertas condiciones, algunas empresas pueden ser excluidas del pago de este impuesto por hasta tres años. Sin embargo, la solicitud de una exclusión de manera administrativa no debe ser un requisito en un país en el que hacen falta más inversiones productivas. Todo lo contrario, mientras menos trabas se ponen sobre las inversiones, más fluyes a las diferentes economías. Esto se verifica no solo con los impuestos, sino con todas las trabas que dificultan hacer negocios y que nos impiden, como país, ser más competitivos para atraer inversiones.
Cualquier requerimiento adicional de capital de trabajo, sea sobre una empresa nueva o una existente, encarece los costos de invertir en República Dominicana. Mientras mayores son los costos y las dificultades para hacer negocios, más difícil resulta poder contar con inversiones formales en activos productivos. Un stock pequeño de activos productivos limita el incremento de los niveles de productividad y, por tanto, de los salarios de las personas. En consecuencia, un impuesto a los activos es un gravamen que limita el incremento de los ingresos de los trabajadores dominicanos.
El impuesto a los activos cae dentro del conjunto de gravámenes distorsionadores que ameritan ser modificados o eliminados dentro de una reforma real al Código Tributario. Luego de tantos cambios negativos hechos a la estructura tributaria del país desde el año 2000 a la fecha, es necesario que una verdadera reforma corrija las distorsiones y las ineficiencias que están perjudicando a quienes viven y hacen negocios en República Dominicana.
Este artículo fue publicado originalmente en CREES (República Dominicana) el 6 de octubre de 2014.
Miguel Collado Di Franco es economista titular del Centro Regional de Estrategias Económicas Sostenibles (República Dominicana).
Las sucesivas modificaciones al Código Tributario de la República Dominicana que se han producido desde el año 2000, han introducido distorsiones al sistema tributario que ameritan ser corregidas. Cuando se analizan dichas modificaciones, es posible darse cuenta que las mismas respondieron a las circunstancias del momento sin considerar los efectos negativos sobre los agentes económicos y sobre las diferentes actividades de la economía. Al momento de realizar cualquier cambio en un sistema tributario es fundamental tener en cuenta que los ciudadanos actúan según las reglas de juego imperantes en la sociedad. Dentro de estas reglas, los impuestos son una de las más importantes dado que modifican los patrones de trabajo, ahorro, inversión, producción y consumo de las personas.
En esta oportunidad tratamos el impuesto sobre los activos, creado en 2005 mediante la Ley 557-05. Este impuesto grava con una tasa de 1% los activos de las personas jurídicas y de las empresas de un único dueño. La finalidad del impuesto es ser, en la práctica, un impuesto mínimo. Sin embargo, esta figura impositiva tiene efectos distorsionadores debido a que penaliza a quienes realizan inversiones para incrementar el stock de activos productivos en la economía. En adición, puede hacer más pronunciados los ciclos económicos de las empresas, y de la economía en general.
Poner impuestos sobre los activos, es decir, sobre las herramientas que facilitan el progreso económico de las personas, significa penalizar las actividades productivas y el salario de los trabajadores. En vista de que el progreso económico es el intento diario que hacemos las personas por elevar nuestros estándares de vida, es esencial evitar cualquier política pública que limite ese accionar natural.
Contar con maquinarias, herramientas y demás activos productivos, es una forma como los seres humanos podemos producir más y mejores bienes y servicios y, por consiguiente, obtener mayores ingresos y mejores estándares de vida. Esto se verifica con solo observar cómo ha aumentado el ingreso por habitante a lo largo de la historia de la humanidad. De pasar de épocas en que la herramienta más sofisticada era un arado tirado por un animal, hoy día contamos con infinidad de máquinas que nos hacen mucho más productivos. Junto con el incremento en la productividad, consecuencia del uso de más y mejores activos, se han producido aumentos en el ingreso por habitante, ha disminuido la tasa de pobreza mundial y ha aumento la esperanza de vida a nivel global.
¿Cómo afecta el impuesto a los activos? En vista de que se trata de un impuesto mínimo, cuando el monto del impuesto a los activos es superior al impuesto sobre la renta, las empresas deben pagar el primero. El pago de este impuesto, en consecuencia, empeoraría la posición de una empresa que en algún momento tuviera menos liquidez.
Tomemos de ejemplo una empresa cualquiera que estuviera experimentando un período de disminución de sus ingresos y, por tanto, de sus ganancias antes de impuestos. En un caso como este, el capital de trabajo de la empresa disminuiría; es decir, su capacidad de responder a sus compromisos financieros diarios sería menor. El pago de este impuesto mínimo llevaría a la empresa a disponer de menor liquidez financiera. El gravamen tendría un efecto negativo sobre su capacidad de poder hacer frente a la situación financiera del momento, y hasta sobre su posibilidad de poder revertir la circunstancia por la que atraviesa.
En el caso de que esta empresa necesitara realizar una inversión para adquirir más activos para recuperar sus ingresos, su necesidad de capital de trabajo aumentaría. Digamos que la empresa del ejemplo requiriera una nueva línea de producción, mejor y mayor capacidad de transporte para llegar a sus clientes. En ese caso, su nuevo plan de negocios debe contemplar que el monto adicional de activos demandará más recursos para poder hacer frente a un impuesto mínimo mayor.
La Ley 557-05 establece que en ciertos casos, bajo ciertas condiciones, algunas empresas pueden ser excluidas del pago de este impuesto por hasta tres años. Sin embargo, la solicitud de una exclusión de manera administrativa no debe ser un requisito en un país en el que hacen falta más inversiones productivas. Todo lo contrario, mientras menos trabas se ponen sobre las inversiones, más fluyes a las diferentes economías. Esto se verifica no solo con los impuestos, sino con todas las trabas que dificultan hacer negocios y que nos impiden, como país, ser más competitivos para atraer inversiones.
Cualquier requerimiento adicional de capital de trabajo, sea sobre una empresa nueva o una existente, encarece los costos de invertir en República Dominicana. Mientras mayores son los costos y las dificultades para hacer negocios, más difícil resulta poder contar con inversiones formales en activos productivos. Un stock pequeño de activos productivos limita el incremento de los niveles de productividad y, por tanto, de los salarios de las personas. En consecuencia, un impuesto a los activos es un gravamen que limita el incremento de los ingresos de los trabajadores dominicanos.
El impuesto a los activos cae dentro del conjunto de gravámenes distorsionadores que ameritan ser modificados o eliminados dentro de una reforma real al Código Tributario. Luego de tantos cambios negativos hechos a la estructura tributaria del país desde el año 2000 a la fecha, es necesario que una verdadera reforma corrija las distorsiones y las ineficiencias que están perjudicando a quienes viven y hacen negocios en República Dominicana.
Este artículo fue publicado originalmente en CREES (República Dominicana) el 6 de octubre de 2014.
Perú: Tormenta en un vaso de cerveza
por Iván Alonso
Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
Un grupo de congresistas ha presentado un proyecto de ley para modificar el régimen del impuesto selectivo al consumo (ISC) decerveza. Actualmente el ISC que grava la cerveza es igual al 30% del precio de venta al público, pero en ningún caso el impuesto resultante puede ser menor que 1,25 soles por litro de alcohol. Quiere decir que aquellas que se venden por debajo de 4,20 soles el litro pagan proporcionalmente más que las demás. Los autores del proyecto opinan que este régimen limita la competencia en el mercado de cervezas y por eso quieren cambiarlo.
No es nuestra intención comentar si el proyecto es bueno o malo. Vayamos a otra cosa más fundamental. ¿Por qué debería existir el ISC a la cerveza?
El argumento típico del economista es la “externalidad”, esto es, el efecto sobre terceras personas que son, digamos, “externas” a la transacción entre el consumidor y el fabricante de cerveza. El consumo de bebidas alcohólicas causa enfermedades y accidentes de los que luego, se supone, se tiene que hacer cargo el aparato estatal. El ISC compensa esa externalidad. Los políticos compran este argumento porque les permite mantener oculta su verdadera motivación.
¿Cuántas enfermedades son realmente atribuibles al consumo de cerveza? ¿Cuántos accidentes? ¿A cuánta gente han tenido que atender los hospitales públicos? Con toda seguridad, lo que esas externalidades le cuestan al fisco es muchísimo menos que los 2.000 millones de soles que se recauda anualmente con el impuesto selectivo a la cerveza.
La verdadera motivación del ISC no son las externalidades, sino que es una fuente de recaudación relativamente segura. La cerveza, los cigarros y otros productos tienen una demanda poco sensible al precio (o, como dicen los economistas, “inelástica”). Póngales usted un impuesto y los consumidores seguirán comprándolos en cantidades no mucho menores que antes. Eso hace al selectivo un impuesto confiable y además fácil de recaudar porque los productores a los que hay que fiscalizar son pocos. Pero es mejor, políticamente, si se puede justificar como una medida de protección de la salud.
Los impuestos selectivos deberían servir para fines específicos y relacionados con el consumo de los productos que gravan. Es perfectamente razonable, por ejemplo, ponerle un ISC a la gasolina si la recaudación se usa para mantener pistas y semáforos, pero no si se convierte en una fuente de financiamiento de otros gastos que nada tienen que ver con el transporte automotor. Para los gastos generales existen los impuestos generales. Cuando se rompe el vínculo entre el origen y el destino de los fondos, el selectivo termina siendo un impuesto que penaliza el consumo de ciertos productos sin una buena razón e induce a la gente a consumir más de los otros, o sea, un impuesto que distorsiona las decisiones del consumidor.
No hay detrás del proyecto de ley que comentamos un análisis que sustente la necesidad del ISC a la cerveza. Como tampoco lo había, sospechamos, detrás de los decretos supremos que pretende derogar. Un análisis basado en la evidencia médica y policial que demuestre si tiene el consumo de cerveza consecuencias negativas sobre terceras personas y cuantifique los costos que representan. Y que sobre esa base defina si es mejor un impuesto proporcional al volumen, al contenido alcohólico o al precio de venta.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 10 de octubre de 2014.
Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
Un grupo de congresistas ha presentado un proyecto de ley para modificar el régimen del impuesto selectivo al consumo (ISC) decerveza. Actualmente el ISC que grava la cerveza es igual al 30% del precio de venta al público, pero en ningún caso el impuesto resultante puede ser menor que 1,25 soles por litro de alcohol. Quiere decir que aquellas que se venden por debajo de 4,20 soles el litro pagan proporcionalmente más que las demás. Los autores del proyecto opinan que este régimen limita la competencia en el mercado de cervezas y por eso quieren cambiarlo.
No es nuestra intención comentar si el proyecto es bueno o malo. Vayamos a otra cosa más fundamental. ¿Por qué debería existir el ISC a la cerveza?
El argumento típico del economista es la “externalidad”, esto es, el efecto sobre terceras personas que son, digamos, “externas” a la transacción entre el consumidor y el fabricante de cerveza. El consumo de bebidas alcohólicas causa enfermedades y accidentes de los que luego, se supone, se tiene que hacer cargo el aparato estatal. El ISC compensa esa externalidad. Los políticos compran este argumento porque les permite mantener oculta su verdadera motivación.
¿Cuántas enfermedades son realmente atribuibles al consumo de cerveza? ¿Cuántos accidentes? ¿A cuánta gente han tenido que atender los hospitales públicos? Con toda seguridad, lo que esas externalidades le cuestan al fisco es muchísimo menos que los 2.000 millones de soles que se recauda anualmente con el impuesto selectivo a la cerveza.
La verdadera motivación del ISC no son las externalidades, sino que es una fuente de recaudación relativamente segura. La cerveza, los cigarros y otros productos tienen una demanda poco sensible al precio (o, como dicen los economistas, “inelástica”). Póngales usted un impuesto y los consumidores seguirán comprándolos en cantidades no mucho menores que antes. Eso hace al selectivo un impuesto confiable y además fácil de recaudar porque los productores a los que hay que fiscalizar son pocos. Pero es mejor, políticamente, si se puede justificar como una medida de protección de la salud.
Los impuestos selectivos deberían servir para fines específicos y relacionados con el consumo de los productos que gravan. Es perfectamente razonable, por ejemplo, ponerle un ISC a la gasolina si la recaudación se usa para mantener pistas y semáforos, pero no si se convierte en una fuente de financiamiento de otros gastos que nada tienen que ver con el transporte automotor. Para los gastos generales existen los impuestos generales. Cuando se rompe el vínculo entre el origen y el destino de los fondos, el selectivo termina siendo un impuesto que penaliza el consumo de ciertos productos sin una buena razón e induce a la gente a consumir más de los otros, o sea, un impuesto que distorsiona las decisiones del consumidor.
No hay detrás del proyecto de ley que comentamos un análisis que sustente la necesidad del ISC a la cerveza. Como tampoco lo había, sospechamos, detrás de los decretos supremos que pretende derogar. Un análisis basado en la evidencia médica y policial que demuestre si tiene el consumo de cerveza consecuencias negativas sobre terceras personas y cuantifique los costos que representan. Y que sobre esa base defina si es mejor un impuesto proporcional al volumen, al contenido alcohólico o al precio de venta.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 10 de octubre de 2014.
Ecuador: Democracia en déficit
por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
¿Qué pasa cuando un Estado democrático recibe considerables ingresos sin tener que recurrir al electorado y fastidiarlo con nuevosimpuestos o un mayor nivel de endeudamiento? El Premio Nobel de Economía James M. Buchanan y Richard E. Wagner escribieron un librito1 que lleva el mismo título de esta columna donde explican las consecuencias negativas sobre las instituciones democráticas cuando los gobiernos logran financiar su gasto por vías alternativas a los impuestos. Ellos hablaban de EE.UU. u otras democracias del mundo industrializado y pensaban en tres fuentes de ingresos para los gobiernos: (1) impuestos, (2) endeudamiento público, y (3)emisión monetaria. Lo que les preocupaba a Buchanan y a Wagner de la segunda y tercera fuente era que se rompa el nexo entre elgasto público y los impuestos. Por ahora, al Estado ecuatoriano no le es posible financiarse vía emisión monetaria gracias a ladolarización pero si tiene una cuarta fuente.
Si pensamos en otros estados con instituciones débiles y cuyos gobiernos dependen considerablemente de ingresos por venta de recursos no renovables, tendríamos que agregar una cuarta fuente que en nuestro caso sería el petróleo. El análisis de Buchanan y Wagner igual se aplica dado que los ingresos vía recursos naturales también rompen la relación entre el gasto del Estado y lo que este le cuesta a cada constituyente.
¿Qué tiene que ver esto con la democracia? En ausencia de instituciones sólidas, se gasta una porción considerable de la riqueza nacional sin una adecuada rendición de cuentas. Los políticos gastan dinero que no es de ellos pero que además no se lo tuvieron que pedir a usted consultándole acerca de un nuevo impuesto que financie los nuevos gastos.
Lo mismo ocurre con el endeudamiento público. Buchanan y Wagner explicaban que el financiamiento con deuda pública “reduce el precio percibido de los bienes y servicios provistos por el Estado. En respuesta, los ciudadanos-contribuyentes aumentan su demanda de dichos bienes y servicios. Los niveles preferidos de presupuesto serán más altos, y estas preferencias serán detectadas por los políticos y derivarán en resultados políticos”.
Xavier Sala-i-Martin y Arvind Subramanian demostraron en un estudio (2003) que los recursos naturales ejercen una influencia negativa sobre la calidad institucional. Tomando a Nigeria como un caso de estudio, los autores propusieron que se distribuya el ingreso petrolero en efectivo directamente a los nigerianos. Los autores aceptan que esto implica que el gobierno perdería todo ingreso por venta de petróleo y “aunque parecería trágico para algunos, esto es de hecho lo que pasa en la mayoría de los Estados alrededor del mundo. Y, como muchos de estos gobiernos, si las autoridades nigerianas quieren recaudar más fondos, tendrían que pedírselo a los nigerianos y a las empresas del país. Nuestra interpretación de la evidencia es que sería mucho más difícil manejar mal los recursos obtenidos vía impuestos que aquellos que caen del cielo como maná”.2
En ausencia de ingresos por venta de petróleo y si, además, el endeudamiento público estuviese limitado a un mínimo y a situaciones excepcionales, los políticos se enfrentarían a la difícil tarea de consultarle a sus mandantes —presentándoles la información completa de los costos reales de sus iniciativas— si procede o no gastar más. Probablemente lo que resultaría de esto fuera una democracia más sólida debido a un gasto público menor y más transparente.
Referencias:
1. James M. Buchanan y Richard E. Wagner. Democracy in Deficit: The Political Legacy of Lord Keynes. Liberty Fund, 2000.
2. Xavier Sala-i-Martin y Arvind Subramanian. “Adressing the Natural Resource Curse: An Illustration from Nigeria”. Journal of African Economies, Centre for Study of African Economies (CSAE), vol. 22 (4), pp. 570-615, June 2003.
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
¿Qué pasa cuando un Estado democrático recibe considerables ingresos sin tener que recurrir al electorado y fastidiarlo con nuevosimpuestos o un mayor nivel de endeudamiento? El Premio Nobel de Economía James M. Buchanan y Richard E. Wagner escribieron un librito1 que lleva el mismo título de esta columna donde explican las consecuencias negativas sobre las instituciones democráticas cuando los gobiernos logran financiar su gasto por vías alternativas a los impuestos. Ellos hablaban de EE.UU. u otras democracias del mundo industrializado y pensaban en tres fuentes de ingresos para los gobiernos: (1) impuestos, (2) endeudamiento público, y (3)emisión monetaria. Lo que les preocupaba a Buchanan y a Wagner de la segunda y tercera fuente era que se rompa el nexo entre elgasto público y los impuestos. Por ahora, al Estado ecuatoriano no le es posible financiarse vía emisión monetaria gracias a ladolarización pero si tiene una cuarta fuente.
Si pensamos en otros estados con instituciones débiles y cuyos gobiernos dependen considerablemente de ingresos por venta de recursos no renovables, tendríamos que agregar una cuarta fuente que en nuestro caso sería el petróleo. El análisis de Buchanan y Wagner igual se aplica dado que los ingresos vía recursos naturales también rompen la relación entre el gasto del Estado y lo que este le cuesta a cada constituyente.
¿Qué tiene que ver esto con la democracia? En ausencia de instituciones sólidas, se gasta una porción considerable de la riqueza nacional sin una adecuada rendición de cuentas. Los políticos gastan dinero que no es de ellos pero que además no se lo tuvieron que pedir a usted consultándole acerca de un nuevo impuesto que financie los nuevos gastos.
Lo mismo ocurre con el endeudamiento público. Buchanan y Wagner explicaban que el financiamiento con deuda pública “reduce el precio percibido de los bienes y servicios provistos por el Estado. En respuesta, los ciudadanos-contribuyentes aumentan su demanda de dichos bienes y servicios. Los niveles preferidos de presupuesto serán más altos, y estas preferencias serán detectadas por los políticos y derivarán en resultados políticos”.
Xavier Sala-i-Martin y Arvind Subramanian demostraron en un estudio (2003) que los recursos naturales ejercen una influencia negativa sobre la calidad institucional. Tomando a Nigeria como un caso de estudio, los autores propusieron que se distribuya el ingreso petrolero en efectivo directamente a los nigerianos. Los autores aceptan que esto implica que el gobierno perdería todo ingreso por venta de petróleo y “aunque parecería trágico para algunos, esto es de hecho lo que pasa en la mayoría de los Estados alrededor del mundo. Y, como muchos de estos gobiernos, si las autoridades nigerianas quieren recaudar más fondos, tendrían que pedírselo a los nigerianos y a las empresas del país. Nuestra interpretación de la evidencia es que sería mucho más difícil manejar mal los recursos obtenidos vía impuestos que aquellos que caen del cielo como maná”.2
En ausencia de ingresos por venta de petróleo y si, además, el endeudamiento público estuviese limitado a un mínimo y a situaciones excepcionales, los políticos se enfrentarían a la difícil tarea de consultarle a sus mandantes —presentándoles la información completa de los costos reales de sus iniciativas— si procede o no gastar más. Probablemente lo que resultaría de esto fuera una democracia más sólida debido a un gasto público menor y más transparente.
Referencias:
1. James M. Buchanan y Richard E. Wagner. Democracy in Deficit: The Political Legacy of Lord Keynes. Liberty Fund, 2000.
2. Xavier Sala-i-Martin y Arvind Subramanian. “Adressing the Natural Resource Curse: An Illustration from Nigeria”. Journal of African Economies, Centre for Study of African Economies (CSAE), vol. 22 (4), pp. 570-615, June 2003.
Argentina: Proyecto de país a largo plazo vs. cambio de modelo
por Adrián Ravier
Adrián Ravier es Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y profesor de Macroeconomía en la Universidad Francisco Marroquín.
Los empresarios piden a la clase política que se comprometa a un plan de largo plazo. La Presidente pide a los ciudadanos que no dejen que se pierda lo que se construyó en estos años. Numerosos académicos afirman que el problema de la Argentina son los vaivenes políticos, los cambios de modelo. Mi impresión es que un proyecto de largo plazo, si va por el rumbo equivocado, no debe sostenerse. Las reglas de juego claras y sostenibles en el tiempo son necesarias, pero no suficientes para un proyecto de país exitoso.
Pensemos en la Cuba que construyó Fidel Castro. Lleva décadas sosteniéndose, pero los ciudadanos de la isla están condenados a un nivel de vida muy pobre en relación con los stándards internacionales o de sus países vecinos.
Un mejor ejemplo lo constituye Chile. La dictadura militar aplicó una serie de reformas de mercado que la concertación socialista mantuvo, que Sebastián Piñera apenas profundizó y que Michelle Bachelet ahora cuestiona, pero enmarcada bajo reglas constitucionales que difícilmente nos permitan ver un gran cambio. Vemos allí un modelo adecuado que ha permitido sostener tasas de crecimiento elevadas, con caída de la pobreza y generación de empleo, basadas en ahorro y su consecuente formación de capital.
EE.UU. y los países de la Unión Europea también ofrecen un ejemplo de sostenimiento de un modelo de largo plazo. En este caso, abrazando el Estado de Bienestar. La situación se convirtió en crítica a partir de la crisis del 2008, pero los gobiernos avanzan en reformas muy graduales, bajo partidos políticos conservadores que no creen en cambios rutilantes. Mientras esos modelos no completen la corrección, mantendrán dificultades para alcanzar un crecimiento acelerado con generación de empleo.
Argentina equivocó el rumbo desde 2003. Los errores no fueron visibles durante la “década ganada”, porque se aprovechó en este tiempo una coyuntura favorable y unos 30.000 millones de dólares que se supo ahorrar durante la gestión privada del sistema de pensiones, pero la acumulación de planes sociales elevaron el gasto público consolidado más de lo que la Argentina puede sostener genuinamente.
No veo posible, necesario, ni viable sostener este modelo, aunque también habrá que tomar consciencia de que los planes impulsados ofrecen “derechos adquiridos” que difícilmente se puedan abandonar si atendemos a la situación política.
Debemos evitar repetir el error del radicalismo en los años 1980, que basado en buenas intenciones pero en un equivocado diagnóstico macroeconómico, produjo una inflación acelerada y creciente que terminó en hiperinflación.
Debemos evitar también repetir el error del menemismo en los años 1990, que basado en las mismas buenas intenciones pero en otro equivocado diagnóstico macroeconómico, duplicó la deuda pública externa en dólares en sólo 10 años, dejando una pesada carga para sus sucesores.
Este modelo que aplicó Argentina a partir de 2003, acumuló planes sociales expandiendo el gasto público, nuevamente, a niveles insostenibles. Si no se asume este diagnóstico, las buenas intenciones de quienes promueven sostener todos los planes e impulsar nuevos, sólo culminarán en escenarios semejantes a los de 1989 y 2001.
Mantener un modelo en el largo plazo es necesario, pero no es suficiente. Si intentamos sostener un modelo inconsistente, éste puede explotar por los aires, junto con un daño social innecesario.
La clase política debe buscar un modelo económico genuino, sin desequilibrios fiscales, monetarios y cambiarios como los que tiene hoy la Argentina. Déficit fiscal, inflación y atraso cambiario son problemas que este gobierno no resolverá y que quedarán como tareas pendientes para el gobierno que llegue al poder hacia fines del 2015. Ahora el debate que se debe abrir es acerca de la transición hacia un nuevo modelo.
Este artículo fue publicado originalmente en Fortuna (Argentina) el 25 de septiembre de 2014.
Adrián Ravier es Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y profesor de Macroeconomía en la Universidad Francisco Marroquín.
Los empresarios piden a la clase política que se comprometa a un plan de largo plazo. La Presidente pide a los ciudadanos que no dejen que se pierda lo que se construyó en estos años. Numerosos académicos afirman que el problema de la Argentina son los vaivenes políticos, los cambios de modelo. Mi impresión es que un proyecto de largo plazo, si va por el rumbo equivocado, no debe sostenerse. Las reglas de juego claras y sostenibles en el tiempo son necesarias, pero no suficientes para un proyecto de país exitoso.
Pensemos en la Cuba que construyó Fidel Castro. Lleva décadas sosteniéndose, pero los ciudadanos de la isla están condenados a un nivel de vida muy pobre en relación con los stándards internacionales o de sus países vecinos.
Un mejor ejemplo lo constituye Chile. La dictadura militar aplicó una serie de reformas de mercado que la concertación socialista mantuvo, que Sebastián Piñera apenas profundizó y que Michelle Bachelet ahora cuestiona, pero enmarcada bajo reglas constitucionales que difícilmente nos permitan ver un gran cambio. Vemos allí un modelo adecuado que ha permitido sostener tasas de crecimiento elevadas, con caída de la pobreza y generación de empleo, basadas en ahorro y su consecuente formación de capital.
EE.UU. y los países de la Unión Europea también ofrecen un ejemplo de sostenimiento de un modelo de largo plazo. En este caso, abrazando el Estado de Bienestar. La situación se convirtió en crítica a partir de la crisis del 2008, pero los gobiernos avanzan en reformas muy graduales, bajo partidos políticos conservadores que no creen en cambios rutilantes. Mientras esos modelos no completen la corrección, mantendrán dificultades para alcanzar un crecimiento acelerado con generación de empleo.
Argentina equivocó el rumbo desde 2003. Los errores no fueron visibles durante la “década ganada”, porque se aprovechó en este tiempo una coyuntura favorable y unos 30.000 millones de dólares que se supo ahorrar durante la gestión privada del sistema de pensiones, pero la acumulación de planes sociales elevaron el gasto público consolidado más de lo que la Argentina puede sostener genuinamente.
No veo posible, necesario, ni viable sostener este modelo, aunque también habrá que tomar consciencia de que los planes impulsados ofrecen “derechos adquiridos” que difícilmente se puedan abandonar si atendemos a la situación política.
Debemos evitar repetir el error del radicalismo en los años 1980, que basado en buenas intenciones pero en un equivocado diagnóstico macroeconómico, produjo una inflación acelerada y creciente que terminó en hiperinflación.
Debemos evitar también repetir el error del menemismo en los años 1990, que basado en las mismas buenas intenciones pero en otro equivocado diagnóstico macroeconómico, duplicó la deuda pública externa en dólares en sólo 10 años, dejando una pesada carga para sus sucesores.
Este modelo que aplicó Argentina a partir de 2003, acumuló planes sociales expandiendo el gasto público, nuevamente, a niveles insostenibles. Si no se asume este diagnóstico, las buenas intenciones de quienes promueven sostener todos los planes e impulsar nuevos, sólo culminarán en escenarios semejantes a los de 1989 y 2001.
Mantener un modelo en el largo plazo es necesario, pero no es suficiente. Si intentamos sostener un modelo inconsistente, éste puede explotar por los aires, junto con un daño social innecesario.
La clase política debe buscar un modelo económico genuino, sin desequilibrios fiscales, monetarios y cambiarios como los que tiene hoy la Argentina. Déficit fiscal, inflación y atraso cambiario son problemas que este gobierno no resolverá y que quedarán como tareas pendientes para el gobierno que llegue al poder hacia fines del 2015. Ahora el debate que se debe abrir es acerca de la transición hacia un nuevo modelo.
Este artículo fue publicado originalmente en Fortuna (Argentina) el 25 de septiembre de 2014.
México entre el neoliberalismo y el narcotráfico
Por: Oglis Ramos |
La desigualdad social a la que ha sido sometido el pueblo mexicano es incomparable, el neoliberalismo se ha ensañado llevando con el pobreza, miseria, corrupción y muerte. Las políticas dirigidas por los gobiernos arrodillados al vecino del norte han ido en un deterioro de la moral pública donde la corrupción ha sido el elemento más introducido degenerando profundamente la sociedad mexicana que no muestra señal alguna que los gobiernos dirigidos por empresarios ricos quieran interesarse por sacar al país de donde lo han metido.
La desigualdad social impulsada por los malos gobiernos ha creado una cultura al estilo de Hollywood, donde la riqueza y el poder es lo que predomina en gran parte de la sociedad mexicana y se ha hecho a un lado el valor por lo humano. La economía mexicana medida según los intereses del fondo monetario internacional es la tercera de toda América después de Estados Unidos y Brasil, las grandes firmas economistas de los EEUU se hacen eco del crecimiento de dicha economía basado en el libre mercado, donde las políticas implementadas hacen grandes despojos al pueblo mexicano e inundándolo de pobreza y miseria, los millones de mexicanos que no pueden cubrir sus necesidades básicas se ven aislado en un mundo cada vez más oscuro dominado por las oligarquías que ejecutan la opresión y la represión si en algún momento se alza la voz exigiendo derechos a la vida.
Por otro lado la explotación impuesta por las grandes corporaciones aupada por los gobiernos de los ricos que han degenerado la política mexicana y va de la mano con la descomposición social que se ve inmersa con el narcotráfico el cual acompaña las altas esferas del gobierno mexicano. Entonces es así como el narcotráfico como fenómeno inmerso en la vida mexicana ha desmembrado poco a poco las bases institucionales de la justicia mexicana ya que las mismas se encuentran tan penetradas lo que alimenta aún más la crisis social y política. Ahora bien la política que ha gobernado los últimos 30 años en México entregada a los esbirros del gran capital ven en el narcotráfico un elemento de fuerza empresarial que les permite continuar con sus ascendencias ya que el ojo que todo lo ve incrustado en el dólar es quien dirige en gran parte las altas y bajas esferas de la política mexicana acentuando así el problema del narcotráfico en casi toda la sociedad mexicana.
Los grandes avances de la empresa trasnacional del narcotráfico en México tienen un mercado de millones y millones de consumidores en su vecino del norte lo que lo hace más lucrativo teniendo así las puertas abiertas para continuar teniendo un bastión que genera más ganancias que las exportaciones que realiza la economía mexicana, entonces el mercado de libre comercio con los EEUU tiene un aliado jugoso que no es legal pero entra dentro del ritmo económico y este aliado es el narcotráfico; donde miles de millones de dólares son lavados en empresas legales lo que le permite que sean medido en el producto interno bruto mexicano. Los elementos de la corruptela y el narcotráfico han generado miles de muertos con prácticas atroces que la cultura mexicana jamás practicaba. Estas obtenciones de riqueza conllevan a que muchos mexicanos llevados a la pobreza por el neoliberalismo se integren a formar parte de los carteles en busca de encontrar una salida a los problemas económicos que le aquejan todo esto nos deja ver claramente que esta política es la responsable directa de las maldiciones que acechan a américa latina.
Ramos.oglis19@gmail.com
La desigualdad social impulsada por los malos gobiernos ha creado una cultura al estilo de Hollywood, donde la riqueza y el poder es lo que predomina en gran parte de la sociedad mexicana y se ha hecho a un lado el valor por lo humano. La economía mexicana medida según los intereses del fondo monetario internacional es la tercera de toda América después de Estados Unidos y Brasil, las grandes firmas economistas de los EEUU se hacen eco del crecimiento de dicha economía basado en el libre mercado, donde las políticas implementadas hacen grandes despojos al pueblo mexicano e inundándolo de pobreza y miseria, los millones de mexicanos que no pueden cubrir sus necesidades básicas se ven aislado en un mundo cada vez más oscuro dominado por las oligarquías que ejecutan la opresión y la represión si en algún momento se alza la voz exigiendo derechos a la vida.
Por otro lado la explotación impuesta por las grandes corporaciones aupada por los gobiernos de los ricos que han degenerado la política mexicana y va de la mano con la descomposición social que se ve inmersa con el narcotráfico el cual acompaña las altas esferas del gobierno mexicano. Entonces es así como el narcotráfico como fenómeno inmerso en la vida mexicana ha desmembrado poco a poco las bases institucionales de la justicia mexicana ya que las mismas se encuentran tan penetradas lo que alimenta aún más la crisis social y política. Ahora bien la política que ha gobernado los últimos 30 años en México entregada a los esbirros del gran capital ven en el narcotráfico un elemento de fuerza empresarial que les permite continuar con sus ascendencias ya que el ojo que todo lo ve incrustado en el dólar es quien dirige en gran parte las altas y bajas esferas de la política mexicana acentuando así el problema del narcotráfico en casi toda la sociedad mexicana.
Los grandes avances de la empresa trasnacional del narcotráfico en México tienen un mercado de millones y millones de consumidores en su vecino del norte lo que lo hace más lucrativo teniendo así las puertas abiertas para continuar teniendo un bastión que genera más ganancias que las exportaciones que realiza la economía mexicana, entonces el mercado de libre comercio con los EEUU tiene un aliado jugoso que no es legal pero entra dentro del ritmo económico y este aliado es el narcotráfico; donde miles de millones de dólares son lavados en empresas legales lo que le permite que sean medido en el producto interno bruto mexicano. Los elementos de la corruptela y el narcotráfico han generado miles de muertos con prácticas atroces que la cultura mexicana jamás practicaba. Estas obtenciones de riqueza conllevan a que muchos mexicanos llevados a la pobreza por el neoliberalismo se integren a formar parte de los carteles en busca de encontrar una salida a los problemas económicos que le aquejan todo esto nos deja ver claramente que esta política es la responsable directa de las maldiciones que acechan a américa latina.
Ramos.oglis19@gmail.com
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